Jeremías  41 Libro del Pueblo de Dios (Levoratti y Trusso, 1990) | 18 versitos |
1 Ahora bien, en el séptimo mes, Ismael, hijo de Natanías, hijo de Elisamá, que era de estirpe real, fue con diez hombres a Mispá, a ver a Godolías, hijo de Ajicam, y comieron todos juntos allí en Mispá.
2 De pronto, Ismael, hijo de Natanías, se levantó con los diez hombres que lo acompañaban, e hirieron con la espada a Godolías, hijo de Ajicam, hijo de Safán: así hicieron morir a quien el rey de Babilonia había designado gobernador del país.
3 Ismael mató también a todos los judíos que estaban con Godolías en Mispá, y a los guerreros caldeos que se encontraban allí.
4 Al día siguiente del asesinato de Godolías, cuando nadie lo sabía aún,
5 llegaron unos hombres de Siquem, de Silo y Samaría, ochenta en total, con la barba raída, la ropa desgarrada, y con el cuerpo lleno de incisiones, trayendo oblaciones e incienso para presentarlos en la Casa del Señor.
6 Ismael, hijo de Natanías, les salió al encuentro desde Mispá. El iba llorando, y cuando los alcanzó les dijo: "¡Vengan a ver a Godolías, hijo de Ajicam!".
7 Pero cuando llegaron al centro de la ciudad, Ismael, hijo de Natanías, y los hombres que lo acompañaban, los degollaron y los arrojaron dentro de la cisterna.
8 Entre ellos se encontraban diez hombres, que dijeron a Ismael: "No nos mates, porque tenemos escondido en el campo trigo, cebada, aceite y miel". Y él desistió de hacerlos morir junto con sus hermanos.
9 La cisterna donde Ismael arrojó los cadáveres de los hombres que había matado era la gran cisterna que había hecho el rey Asá para defenderse de Basá, rey de Israel; es esa la que Ismael, hijo de Natanías, llenó de víctimas.
10 Luego Ismael llevó cautivo a todo el resto de la gente que estaba en Mispá, así como también a las hijas del rey, que Nebuzaradán, comandante de la guardia, había confiado a Godolías, hijo de Ajicam. Ismael, hijo de Natanías, los llevó cautivos y partió con la intención de pasar a territorio amonita.
11 Cuando Iojanán, hijo de Caréaj, y todos los jefes de las tropas que estaban con él, se enteraron del crimen que había cometido Ismael, hijo de Natanías,
12 reunieron a todos los hombres y fueron a combatir contra él. Lo alcanzaron junto a las grandes Aguas de Gabaón.
13 Al ver a Iojanán, hijo de Caréaj, y a todos los jefes de las tropas que lo acompañaban, toda la gente que estaba con Ismael se alegró.
14 Toda la gente que Ismael llevaba cautiva desde Mispá dio media vuelta y se fue con Iojanán, hijo de Caréaj.
15 En cuanto a Ismael, hijo de Natanías, escapó de Iojanán con ocho hombres, y se fue a territorio amonita.
16 Iojanán, hijo de Caréaj, y todos los jefes de las tropas que lo acompañaban, tomaron a todo el resto del pueblo que Ismael, hijo de Natanías, se había llevado cautivo desde Mispá, después de dar muerte a Godolías, hijo de Ajicam: eran hombres de guerra, mujeres, niños y eunucos, a los que él hizo volver de Gabaón.
17 Emprendieron la marcha e hicieron un alto en Guerut Quimhán -que está en las cercanías de Belén- con el propósito de seguir adelante y entrar en Egipto,
18 lejos de los caldeos. Ellos les temían, en efecto, porque Ismael, hijo de Natanías, había matado a Godolías, hijo de Ajicam, a quien el rey de Babilonia había designado gobernador del país.

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Introducción a Jeremías 


Jeremías

Entre las grandes figuras del Antiguo Testamento, ninguna tiene una personalidad tan atrayente y conmovedora como JEREMÍAS. Los demás profetas nos han dejado un mensaje, sin decirnos nada, o muy poco, acerca de sí mismos. Él, en cambio, nos abre su alma en varios poemas de una sinceridad estremecedora, que nos hacen penetrar en el drama de su existencia.
Jeremías era miembro de una familia sacerdotal de Anatot, un pequeño pueblo de la tribu de Benjamín, situado a unos pocos kilómetros al norte de Jerusalén (1. 1). Nació poco más de un siglo después de Isaías, y todavía era muy joven cuando el Señor lo llamó a ejercer el ministerio profético (1. 6). En los primeros años de su actividad profética, sus esfuerzos están dirigidos a "desarraigar" el pecado en todas sus formas. Bajo la influencia de Oseas, su gran predecesor en el reino del Norte, Jeremías insiste en que la Alianza es una relación de amor entre el Señor e Israel. Si el pueblo no mantiene su compromiso de fidelidad, el Señor lo rechazará como a una esposa adúltera. Pero sus invectivas violentas y sus anuncios sombríos se pierden en el vacío. Entonces Jeremías se rinde ante la evidencia. El pueblo entero está irremediablemente pervertido (13. 23). El pecado de Judá está grabado con un buril de diamante en las tablas de su corazón (17. 1). Un profeta puede traer a los hombres una palabra nueva, pero no puede darles un corazón nuevo (7. 25-28).
Jeremías vio confirmada esta dolorosa experiencia en los años que precedieron a la caída de Jerusalén. Desde el 605 a. C., Nabucodonosor, rey de Babilonia, impone su hegemonía en Palestina. Frente a este hecho, los grupos dirigentes de Judá no saben a qué atenerse. La gran mayoría es partidaria de la resistencia armada, con el apoyo de Egipto, aun a riesgo de perderlo todo. Una pequeña minoría, por el contrario, propicia el sometimiento a Babilonia, con la esperanza de poder sobrevivir y de mantener una cierta autonomía bajo la tutela del poderoso Imperio babilónico. Muy a pesar suyo, Jeremías se ve comprometido en estos debates. Su posición no ofrece lugar a dudas: es preciso reconocer la supremacía de Nabucodonosor, no por razones políticas, sino porque el Señor lo ha elegido como instrumento para castigar los pecados de Judá (27. 1-22). Una vez que haya cumplido esta misión, también él tendrá que dar cuenta al Señor, que rige el destino de los pueblos y realiza sus designios a través de ellos (27. 6-7). Sin embargo, las palabras de Jeremías no encontraron ningún eco entre los partidarios de la rebelión, y en el 587 sobrevino la catástrofe final, tantas veces anunciada por el profeta: Jerusalén fue arrasada por las tropas de Nabucodonosor y una buena parte de la población de Judá tuvo que emprender el camino del destierro.
Tal como ha llegado hasta nosotros, el libro de Jeremías es uno de los más desordenados del Antiguo Testamento. Este desorden atestigua que el Libro atravesó por un largo proceso de formación antes de llegar a su composición definitiva. En el origen de la colección actual están los oráculos dictados por el mismo Jeremías (36. 32). A este núcleo original se añadieron más tarde otros materiales, muchos de ellos reelaborados por sus discípulos, y una especie de "biografía" del profeta, atribuida generalmente a su amigo y colaborador Baruc. Finalmente, al comienzo del exilio, un redactor anónimo reunió todos esos elementos en un solo volumen.
A lo largo de su actividad profética, Jeremías no conoció más que el fracaso. Pero la influencia que él no logró ejercer durante su vida, se acrecentó después de su muerte. Sus escritos, releídos y meditados asiduamente, permitieron al pueblo desterrado en Babilonia superar la tremenda crisis del exilio. Al encontrar en los oráculos de Jeremías el relato anticipado del asedio y de la caída de Jerusalén, los exiliados comprendieron que ese era un signo de la justicia del Señor y no una victoria de los dioses de Babilonia sobre el Dios de Israel. En el momento en que se veían privados de las instituciones religiosas y políticas que constituían los soportes materiales de la fe, Jeremías continuaba enseñándoles, más con su vida que con sus palabras, que lo esencial de la religión no es el culto exterior sino la unión personal con Dios y la fidelidad a sus mandamientos. Y mientras padecían el aparente silencio del Señor en una tierra extranjera, la promesa de una "Nueva Alianza" (31. 31-34) los alentaba a seguir esperando en él.
Así el aparente "fracaso" de Jeremías -como el de Jesucristo en la Cruz- fue el camino elegido por Dios para hacer surgir la vida de la muerte. No en vano la tradición cristiana ha visto en Jeremías la imagen más acabada del "Servidor sufriente" (Is. 52. 13 - 53. 12).

Fuente: Libro del Pueblo de Dios (San Pablo, 1990)

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Notas