JOSUÉ
Este libro narra la ocupación de la tierra prometida, con la que se cierra el ciclo iniciado con las promesas a los patriarcas. Sin los hechos aquí narrados, la promesa de la tierra habría sido vana y la salida de Egipto una condena a la vida mísera del desierto. El libro de Josué es, pues, imprescindible para completar el relato del Pentateuco.
La idea central del libro es que la posesión de la tierra prometida a los padres es, para un israelita, el compendio de todos los bienes. Sus redactores relacionaron ese valor de la tierra con el valor supremo: la adhesión incondicional al Señor, Dios de Israel. La tierra prometida es un don del Señor, que se da con una condición: la fidelidad. Si Israel se aparta del Señor, el mismo Dios que les dio la tierra los expulsará de ella. Para evitarlo, hay que guardarse de toda contaminación de los cananeos. Por eso es necesario no mezclarse con ellos, sino exterminarlos. Junto a esto se concede mucha importancia a la unidad del pueblo: es preciso borrar cualquier diferencia entre las tribus. Es decir, Israel debe actuar siempre como un solo hombre.
Josué 4,1-18*3:1-4:18 En primavera, con el deshielo, el Jordán baja imponente; ello suponía un grave problema para los hombres, no para Dios, pues las aguas se dividirán ante el Arca de la Alianza, trono visible del Señor invisible, que participa en la guerra al frente de las huestes de Israel (Jos 6:1-27; Núm 10:35 s; 1Sa 4:3-8); así, la peligrosa aventura se convierte en una tranquila procesión litúrgica. El relato marca el paralelismo con el paso del mar Rojo (Éxo 14:1-31; Éxo 15:1-27). Como en Josué culminó la epopeya del antiguo éxodo, los Padres ven en él la figura de Cristo, autor del nuevo éxodo: los nombres de ambos son idénticos en hebreo.