hasta el punto que de los ojos del impío pululaban gusanos, caían a pedazos sus carnes, aun estando con vida, entre dolores y sufrimientos, y su infecto hedor apestaba todo el ejército. (II Macabeos 9, 9) © Nueva Biblia de Jerusalén (Desclee, 1998)
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Muerte de Antíoco Epifanes (c.9).
A la serie de muertes violentas y trágicas de los enemigos de Dios no podía faltar la del más impío de los emperadores seléucidas. Al autor sagrado no le impresionan las campañas gloriosas de Antíoco por tierras de Oriente; al contrario, le molestan, y hace lo posible para ocultarlas a los lectores, que deben formarse de él una idea sombría, conforme a la que se granjeó el monarca por la persecución del pueblo judío y de su Dios. A él, como a todo perseguidor del judaísmo, alcanzó de lleno la cólera divina, que dispuso providencialmente que el profanador del templo de Jerusalén encontrara la muerte en un asalto frustrado contra un santuario. En 1 Mac 6, 1-16; 2Ma_1:10-17 se refiere la muerte de Antíoco; a aquellos relatos sigue ahora un tercero. Si otras versiones del hecho hubieran existido, seguramente que nuestro autor las habría recogido en su libro. En todas las versiones de la muerte de Antíoco se hace hincapié en que fue una muerte lenta, dolorosa, misérrima, acaecida en momentos en que estaba empeñado en recaudar fondos para la economía del imperio. En los detalles, la diferencia entre las diversas tradiciones son grandes. La inerrancia del autor sagrado queda a salvo por circunscribirse a transcribir en su libro las distintas versiones que circulaban acerca de la muerte de Antíoco.
Antíoco regresa de Persia (2Ma_9:1-4).
1 Acaeció por aquel tiempo que Antíoco hubo de retirarse en desorden de Persia. 2 Había entrado en Persépolis con el propósito de saquear el templo y apoderarse de la ciudad. Pero, alborotada la muchedumbre, corrió a las armas, obligándole a huir, y, puesto en fuga por los naturales, hubo de emprender una retirada vergonzosa. 3 Hallándose cerca de Ecbatana, recibió noticia de las derrotas sufridas por Nicanor y Timoteo, 4 y, encendido en cólera, meditaba vengar en los judíos la injuria de los que le habían puesto en fuga. Con esto dio orden al conductor de su coche de avanzar sin interrupción, apresurando la marcha, cuando se cernía ya sobre él el juicio divino. Pues en su orgullo había dicho: En cuanto llegue allí, haré de Jeru-salén un cementerio de judíos.
Hasta el presente, Antíoco había servido de instrumento de que se valió Dios para castigar los pecados de su pueblo, pero ha llegado el momento de someterse al juicio divino. No pudo Antíoco arrebatar los tesoros del templo de Nanea (2Ma_1:13), por oponérsele airadamente los sacerdotes y el pueblo. De Elimaida (1Ma_6:1) quiso marchar directamente a Babilonia (1Ma_6:4), pero la idea de impresionar a los partos con un despliegue de fuerzas le obligó a dirigirse a Ecbatana, capital de la Media. Montó en cólera al recibir noticias de las derrotas de Nicanor y Timoteo, jurando vengarse de los judíos hasta convertir a Jerusalén en un cementerio del judaísmo.
Antíoco herido de muerte (1Ma_9:5-10).
5 Pero el Señor, Dios de Israel, que todo lo ve, le hirió con una llaga incurable e invisible. Apenas había terminado de hablar, se apoderó de él intolerable dolor de entrañas y agudos tormentos interiores, 6 y muy justamente, puesto que había atormentado con muchas y extrañas torturas las entrañas de otros. 7 Mas no por esto desistió de su fiereza; lleno de orgullo y respirando fuego contra los judíos, dio orden de acelerar la marcha. Mas sucedió que, en medio del ímpetu con que el coche se movía, cayó de él Antíoco, y con tan desgraciada caída, que todos los miembros de su cuerpo quedaron magullados. 8 El que con sobrehumana arrogancia se imaginaba dominar sobre las olas del mar y pensaba poner en balanza la altura de los montes, ahora, caído en tierra, era llevado en una litera, poniendo de manifiesto ante todos el poder de Dios, 9 hasta el punto de manar gusanos el cuerpo del impío, y, vivo aún, entre atroces dolores, caérsele las carnes a pedazos, apestando con su hedor al ejército. 10 Y al que poco antes parecía coger el cielo con sus manos, nadie ahora le quería llevar, por la intolerable fetidez.
Avanzaba Antíoco en su carroza real profiriendo amenazas y blasfemias contra los judíos. Dios no dejó impune semejante altanería y le hirió con una llaga incurable e invisible, que es la enfermedad propia del orgulloso, según Jeremías (1Ma_15:18; 1Ma_30:12-15). Al mal incurable se añadió una caída, con el consiguiente magullamiento. El que se arrogaba honores divinos y pretendía igualar el poder de Dios dominando las olas del mar (Isa_51:15; Job_38:11) y poner en balanza las alturas de los montes (Isa_40:12), se ve humillado y tendido, impotente, sobre una litera, manando gusanos de su cuerpo. No se excede Dios en el castigo contra Antíoco; su inmensa soberbia exigía un castigo ejemplar y humillante. Se ha querido investigar la naturaleza de esta enfermedad, diciendo unos que fue la helmenthiasis; pero las tentativas fracasan ante el estilo retórico del autor, que se esfuerza por encontrar en la enfermedad de Antíoco aquellos síntomas externos que en la apreciación de los hombres son más nauseabundos y repelentes. Puede darse muy bien que la enfermedad en sí fuese más benigna en la realidad que en el texto.
Palabras de dolor y arrepentimiento (Isa_9:11-17).
11 Herido así, comenzó a deponer su excesivo orgullo y a entrar dentro de sí mismo, azotado por Dios con punzantes dolores. 12 No pudiendo él mismo soportar su hedor, dijo: Justo es someterse a Dios y que el mortal no pretenda en su orgullo igualarse a El. 13 y oraba el malvado al Señor, de quien no había de alcanzar misericordia, y decía 14 que la ciudad santa, a la que antes a toda prisa quería llegar para arrasarla y convertirla en un cementerio, la reedificaría y la declararía libre;15 que a los judíos, a quienes antes no tenía por dignos de sepultura y cuyos hijos había de arrojar en pasto a las fieras, los igualaría en todo con los atenienses; 16 que el templo santo, por él saquea-do, lo enriquecería de los más preciosos dones y devolvería multiplicados todos los vasos sagrados; que los gastos tocantes a los sacrificios, de sus propias rentas los suministraría; 17 finalmente, que él mismo se haría judío y recorrería toda la tierra habitada para pregonar el poder de Dios.
Reflexiona Antíoco, reconoce su culpa, alaba al Dios de Israel, que no le escucha por haber llenado la copa de sus infidelidades. Vemos en las páginas viejotestamentarias que nunca Dios vuelve su espalda al pecador que, arrepentido, se reconcilia con El; pero aquí el Dios de Israel se muestra inflexible para con el enemigo número uno de su heredad. En su lecho de muerte le asalta el recuerdo de todos los males que ha perpetrado contra Jerusalén y su templo y promete repararlos con ventajas; pero es tarde; la hora de la justicia divina, del juicio divino, ha sonado ya. Llega Antíoco al extremo de prometer que, si sana, se hará judío, con todas las consecuencias que esta decisión traía consigo, obligándose a la observancia de la Torah y a circuncidar la carne de su prepucio. Las buenas disposiciones que le animan superan a las que le atribuye Daniel (Isa_4:31-34).
Carta a los judíos (Isa_9:18-25).
18 Mas como de ningún modo cesaban sus tormentos, porque el justo juicio de Dios había descargado sobre él, desesperanzado de su salud, escribió a los judíos una carta en forma de súplica, al tenor siguiente: 19 A los honrados ciudadanos judíos, mucha salud, dicha y bienestar, el rey y general Antíoco. 20 Puesta en el cielo mi esperanza, me alegraría mucho de que gocéis de mucha salud, vosotros y vuestros hijos, y de que todos vuestros negocios os salgan a deseo. 21 En cuanto a mí, postrado sin fuerzas en el lecho, recuerdo las pruebas de honor y benevolencia que con amor me habéis dado. Volviendo de Persia, he caído en una enfermedad muy molesta, y he creído convemente pensar en la seguridad común, 22 no desesperando de mi estado, antes confiando mucho que saldré de mi enfermedad, 23 y teniendo en cuenta que también mi padre, al partir en campaña para las altas provincias, designó sucesor, 24 a fin de que, si algo inesperado le ocurría o les llegaban noticias desagradables, no se inquietasen sus subditos, sabiendo a quién pertenecía el gobierno, 25 Pensando, además, que los príncipes limítrofes y vecinos del reino acechan la ocasión en espera de sucesos, he designado por rey a mi hijo Antíoco, a quien muchas veces ya, recorriendo las satrapías superiores, recomendé a muchos de vosotros, y a él mismo le he escrito la carta que va a continuación.
Comprendió el rey que sus días estaban contados y que urgía asegurar el trono a su hijo Antíoco Eupator contra las pretensiones de Demetrio. A este fin escribe una carta circular en forma de súplica dirigida a los judíos en general, como si éstos tuvieran en sus manos las riendas del imperio. Se duda de la autenticidad de la carta por creerse que no encaja con el texto anterior; por la afirmativa se pronuncian historiadores de la talla de Meyer y Moffat. La carta está redactada en estilo griego, con fraseología abundante. Junto al título de rey, Antíoco se llama también strategós, cargo equivalente al de pretor en Roma. De documentos antiguos se desprende que Antíoco Eupator fue asociado al reino a partir del año 173 antes de Cristo hasta el 178. El autor no reproduce la carta que Antíoco mandó a su hijo, acaso por no tenerla a mano. En la carta debió el monarca señalar los regentes del nuevo monarca, menor de edad, que fueron Lisias y Filipo (1Ma_6:14-17).
Muere Antíoco (1Ma_9:26-29).
26 Ad, pues, os pido y ruego que, teniendo en cuenta el bien común y el privado, conservéis vuestra lealtad hacia mí y hacia mi hijo, 27 persuadido de que, siguiendo con blandura y humanidad mis intenciones, se entenderá con vosotros. 28 Así, aquel homicida y blasfemo, presa de horribles sufrimientos, acabó su vida en tierra extranjera, sobre los montes, con una muerte miserable, como la que él a tantos había dado. 29 Transportó su cuerpo Filipo, su hermano, que, temiendo a Antíoco, el hijo, huyó a Egipto, a Tolomeo Filometor.
El tono digno y moderado de las palabras que cierran la carta de Antíoco contrastan con los duros epítetos de homicida y blasfemo con que el texto acompaña a Antíoco hasta el sepulcro. A pesar de dar prisa al conductor de la carroza real, no llegó vivo a An-tioquía, muriendo en Tabe 1, en los alrededores de Ispahán, en los confines de Persia. Murió Antíoco dentro de los límites de su imperio, pero fuera de su palacio. El lugar del deceso, según Estrabón, es un terreno montañoso y a propósito para guarida de ladrones. Filipo se encargó de transportar su cadáver a Antioquía (1Ma_6:13) por haber sido nombrado tutor de su hijo y honrado con el título de amigo del rey. Al llegar a la capital tuvo noticia de que Lisias defendía sus derechos de tutor y regente que le había confiado Antíoco (1Ma_3:32). Quiso Filipo que prevaleciera la última voluntad del rey; pero, derrotado por Lisias (1Ma_6:55-63), huyó a Egipto, refugio de todos los enemigos de los seléucidas 2.
La descripción del sufrimiento y muerte de Antíoco IV (5.7-10) tiene como fondo teológico la ley del Talión (6; cfr. Lev_24:19s), equivalente al sufrimiento y las predicciones de los hijos mártires (Lev_7:17.19.31.34-37).
Otra pregunta teológica queda en el ambiente: ¿Cómo entender que un Dios que es infinitamente misericordioso, no perdone a Antíoco, como lo había hecho por ejemplo con Nabucodonosor (Dan_4:31-37) y hasta con los ninivitas (Jon_4:11)? Tres razones podrían explicarlo: 1. La teología del autor no es precisamente la de Jesús, que invita a perdonar setenta veces siete (Mat_18:22), sino la de la ley del Talión. Es justo por tanto, que así como sufrieron Eleazar y la madre con sus siete hijos, sufra Antíoco IV. 2. El autor sabe por experiencia que la conversión de los poderosos es más una estrategia para evadir un problema y mantenerse en el poder, que una actitud nacida del corazón (1Ma_7:26-30; 1Ma_10:1-18); 3. Tanto Antíoco IV Epífanes como el faraón, son dos personajes que se conservan en la memoria del pueblo judío como los más grandes símbolos de opresión y sufrimiento.
Las promesas en 13-17 y la carta de Antíoco al límite de su sufrimiento (19-27), reflejan 3 cosas: un reconocimiento personal de su pecado, el poder de Dios y los derechos del pueblo judío.