II Corintios 3, 7-18

Pensemos que si el ministerio de la muerte, grabado con letras sobre tablas de piedra, resultó glorioso hasta el punto de no poder los israelitas mirar el rostro* de Moisés a causa del resplandor que emitía —aunque pasajero—, ¡cuánto más glorioso no será el ministerio del Espíritu! Pues si el ministerio de la condenación fue glorioso, con mucha más razón lo será el ministerio de la salvación. Pues, en este aspecto, lo que era glorioso ya no lo es, en comparación con esta gloria sobreeminente. Y si aquello, que era pasajero, fue glorioso, ¡cuánto más glorioso será lo permanente! Gracias a esta esperanza, podemos proceder con toda franqueza, y no como Moisés, que se cubría el rostro con un velo para impedir que los israelitas vieran el fin de lo que era pasajero*... Pero se embotaron sus inteligencias. En efecto, hasta el día de hoy permanece ese mismo velo en la lectura del Antiguo Testamento, y no se levanta, pues sólo en Cristo desaparece*. Hasta el día de hoy, siempre que se lee a Moisés, un velo ciega sus mentes. Y cuando se convierta al Señor, caerá el velo. Porque el Señor es el Espíritu*, y donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad. Y todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos* como en un espejo la gloria del Señor*, nos vamos transformando en esa misma imagen*, cada vez más gloriosos. Así es como actúa el Señor, que es Espíritu*.
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