Sabiduría 18, 6-19

Aquella noche fue previamente anunciada a nuestros antepasados*, para que se animasen, sabiendo bien en qué juramentos habían creído. Tu pueblo esperaba la salvación de los justos y la destrucción de los enemigos, pues con lo que castigaste a los adversarios nos glorificaste, llamándonos a ti*. Los santos hijos de los buenos* ofrecían sacrificios en secreto y establecían unánimes esta ley divina: que los santos compartirían los mismos bienes y peligros, cantando previamente las alabanzas de los antepasados*. Les respondía el grito disonante de los enemigos y cundían los lamentos de los que lloraban a sus hijos. El esclavo y el amo sufrían idéntico castigo, y el plebeyo padecía la misma pena que el rey. Todos por igual tenían cadáveres incontables, con un mismo tipo de muerte. No había vivos suficientes para enterrarlos, porque en un instante pereció lo mejor de su raza. Los que no creían en nada a causa de las artes mágicas, ante la muerte de los primogénitos acabaron por reconocer que aquel pueblo era hijo de Dios*. Cuando un silencio apacible lo envolvía todo y la noche llegaba a la mitad de su carrera, tu palabra omnipotente se lanzó desde los cielos, desde el trono real, cual guerrero implacable, sobre la tierra condenada*, empuñando la espada afilada de tu decreto irrevocable; y cuando se detuvo, todo lo llenó de muerte; tocaba el cielo mientras pisaba la tierra. Entonces* les sobresaltaron de repente sueños y visiones terribles, les sobrevinieron terrores imprevistos; tendidos por todas partes y medio muertos, daban a conocer la causa de su muerte, pues sus sueños perturbadores se lo habían predicho, para que no pereciesen sin conocer la razón de su desgracia.
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