Romanos  7, 1-25

¿Ignoráis acaso, hermanos -hablo a quienes entienden de leyes-, que la ley tiene dominio sobre el hombre sólo mientras éste vive? Por ejemplo, la mujer casada está ligada por una ley u su marido mientras éste vive; pero, si éste muere, queda desligada de la ley del marido. Por consiguiente, será tenida por adúltera si, mientras vive el marido, se une a otro hombre; pero, si muere el marido, queda libre de esa ley, de suerte que ya no será adúltera, aunque se una a otro hombre. Así pues, hermanos míos, también vosotros quedasteis muertos para la ley por medio del cuerpo de Cristo, para pertenecer de hecho a otro: al resucitado de entre los muertos, de manera que demos frutos para Dios. De hecho, cuando vivíamos en la carne, las pasiones pecaminosas, sirviéndose de la ley, operaban en nuestros miembros, haciéndonos producir frutos para la muerte; pero ahora, al morir a aquello que nos aprisionaba, hemos quedado desligados de esa ley, de modo que sirvamos en novedad de espíritu, y no en decrepitud de letra. ¿Qué diremos, pues? ¿Es pecado la ley? ¡Ni pensarlo! Sin embargo, yo no he conocido el pecado sino por medio de la ley. Porque yo no habría sabido lo que era la codicia si la ley no me hubiera dicho: «No codiciarás» (Ex 20,17; Dt 5,21). Pero el pecado, con el estímulo del mandamiento, despertó en mí toda suerte de codicia; mientras que, sin ley, el pecado era cosa muerta. Hubo un tiempo en que, sin ley, yo vivía; pero, en llegando el mandamiento, el pecado surgió a la vida, mientras que yo quedé muerto, y me encontré con que el mandamiento, que de suyo es para vida, resultó ser para muerte. Pues el pecado, con el estímulo del precepto, me sedujo y, por medio de él, me mató. De modo que la ley es ciertamente santa, y santo, justo y bueno es el mandamiento. Entonces, ¿lo bueno se convirtió en muerte para mí? ¡Ni pensarlo! Sino que el pecado, para manifestarse como pecado, se valió de lo bueno para producirme la muerte, a fin de que, por el mandamiento, el pecado resultara pecador sobre toda medida. Sabemos, desde luego, que la ley es espiritual; pero yo soy carnal, vendido como esclavo al pecado. Realmente, no me explico lo que hago: porque no llevo a la práctica lo que quiero, sino que hago precisamente lo que detesto. Ahora bien, si hago precisamente lo que no quiero, estoy de acuerdo con que la ley es buena. Pero, en estas condiciones, no soy yo propiamente el que lo hace, sino el pecado que habita en mí. Pues sé bien que en mí, es decir, en mi carne, no habita el bien. Porque querer el bien está a mi alcance, pero hacerlo, no, puesto que no hago lo bueno que quiero, mientras que lo malo que no quiero eso es lo que llevo a la práctica. Si, pues, lo que no quiero eso es lo que hago, no soy yo propiamente el que lo hace, sino el pecado que habita en mí. Por consiguiente, me encuentro con esta ley cuando quiero hacer el bien: que lo malo es lo que está a mi alcance. Porque, en lo íntimo de mi ser, me complazco en la ley de Dios; pero percibo en mis miembros otra ley que está en guerra contra la ley de mi mente y que me esclaviza bajo la ley del pecado que habita en mis miembros. ¡Desdichado de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte? ¡Gracias a Dios, por medio de Jesucristo nuestro Señor! Así pues, yo mismo con la mente sirvo a la ley de Dios; pero con la carne, a la ley del pecado.
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