II Macabeos 5, 1-27

° Por esta época Antíoco preparaba la segunda expedición a Egipto. Sucedió que durante cerca de cuarenta días aparecieron en toda la ciudad, galopando por los aires, jinetes vestidos de oro, tropas armadas distribuidas en cohortes, escuadrones de caballería en orden de batalla, ataques y cargas de una y otra parte, movimiento de escudos, bosques de lanzas, espadas desenvainadas, lanzamiento de dardos, resplandores de armaduras de oro y corazas de toda clase. En vista de ello, todos rogaban para que aquella aparición presagiase algo bueno. Al difundirse el falso rumor de que Antíoco había dejado esta vida, Jasón, con no menos de mil hombres, lanzó un ataque imprevisto contra la ciudad. Al ser arrollados los que estaban en la muralla y capturada por fin la ciudad, Menelao se refugió en la acrópolis. Jasón empezó a asesinar sin piedad a sus conciudadanos, sin caer en la cuenta de que una victoria sobre sus compatriotas era la peor de las derrotas; se imaginaba ganar trofeos de enemigos y no de sus compatriotas. Pero no logró el poder; sino que al fin, con la ignominia adquirida con sus intrigas, se fue huyendo de nuevo al territorio amonita. Por último encontró un final desastroso: acusado ante Aretas, tirano de los árabes, huyendo de ciudad en ciudad, perseguido por todos, detestado como apóstata de las leyes y abominado como verdugo de la patria y de los conciudadanos, fue expulsado a Egipto. El que a muchos había desterrado de la patria, murió en el destierro cuando se dirigía a Esparta, con la esperanza de encontrar protección por su parentesco con los espartanos; y el que a tantos había privado de sepultura, pasó sin ser llorado, sin recibir honras fúnebres ni tener un sitio en la sepultura de sus padres. Cuando llegaron al rey noticias de lo sucedido, sacó la conclusión de que Judea se sublevaba; por eso partió de Egipto, rabioso como una fiera, tomó la ciudad por las armas, y ordenó a los soldados que hirieran sin compasión a los que encontraran y que mataran a los que subiesen a los terrados de las casas. Perecieron jóvenes y ancianos; fueron asesinados muchachos, mujeres y niños, y degollaron a doncellas y niños de pecho. En solo tres días perecieron ochenta mil personas, cuarenta mil en la refriega, y otros, en número no menor que el de las víctimas, fueron vendidos como esclavos. No contento con esto, Antíoco se atrevió a penetrar en el templo más santo de toda la tierra, guiado por Menelao, el traidor a las leyes y a la patria. Con sus manos impuras tomó los vasos sagrados y arrebató con sus manos profanas las ofrendas presentadas por otros reyes para acrecentamiento de la gloria y honra del lugar santo. Antíoco, lleno de orgullo, no comprendía que el Soberano estaba irritado solo pasajeramente a causa de los pecados de los habitantes de la ciudad y por eso desviaba su mirada del lugar. Pero, si los judíos no hubieran pecado tanto, el mismo Antíoco habría sido castigado nada más llegar y habría desistido de su atrevimiento, como Heliodoro, el enviado por el rey Seleuco para inspeccionar el tesoro. Pero el Señor no ha elegido a la nación por el lugar, sino al lugar por la nación. Por ello, también el mismo lugar, después de haber compartido la desgracia de la nación, a la postre ha tenido parte en su bonanza; y el templo, que había sido abandonado en tiempo de la cólera del Todopoderoso, ha sido restaurado con toda su gloria en tiempo de la reconciliación del gran Soberano. Así pues, Antíoco se fue pronto a Antioquía, llevándose del templo unos cincuenta mil kilos de plata, creyendo en su orgullo y por la arrogancia de su corazón que haría la tierra navegable y transitable el mar. Pero dejó unos prefectos para maltratar a nuestra raza: en Jerusalén a Filipo, de raza frigia, que tenía costumbres más bárbaras que el que le había nombrado; en el monte Garizín, a Andrónico; y además de estos, a Menelao, que superaba a los demás en maldad contra sus conciudadanos. El rey, que albergaba sentimientos de odio hacia los judíos, envió a Apolonio, jefe de los mercenarios de Misia, con un ejército de veintidós mil hombres, y la orden de degollar a todos los adultos y de vender a las mujeres y a los más jóvenes. Llegado este a Jerusalén y fingiendo venir en son de paz, esperó hasta el día santo del sábado. Aprovechando el descanso de los judíos, mandó a su tropas que desfilaran con las armas, y a todos los que salían a ver aquel espectáculo, los hizo matar e, invadiendo la ciudad con los soldados armados, asesinó a una gran multitud. Pero Judas, llamado también Macabeo, formó un grupo de unos diez y se retiró al desierto. Vivía con sus compañeros en los montes como animales salvajes: sin comer más alimento que hierbas, para no contaminarse.
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