Biblia Comentada, Profesores de Salamanca (BAC, 1965)
La vida de gracia o vida del espirita, 8:1-11.
1 No hay, pues, ya condenación alguna para los que están en Cristo Jesús, 2 porque la ley del espíritu de vida en Cristo Jesús me libró de la ley del pecado y de la muerte. 3 Pues lo que a la Ley era imposible, por ser débil a causa de la carne, Dios, enviando a su propio Hijo en carne semejante a la del pecado, y por el pecado, condenó al pecado en la carne, 4 para que la justicia de la Ley se cumpliese en nosotros, los que no andamos según la carne, sino según el espíritu. 5 Los que son según la carne, tienden a las cosas carnales; los que son según el espíritu, a las cosas espirituales. 6 Porque las tendencias de la carne son muerte, pero las tendencias del espíritu son vida y paz. 7 Por lo cual las tendencias de la carne son enemistad con Dios, que no sujetan ni pueden sujetarse a la ley de Dios. 8 Los que están en la carne no pueden agradar a Dios. 9 Pero vosotros no estáis en la carne, sino en el espíritu, si es que de verdad
el Espíritu de Dios habita en vosotros. Pero si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, ése no es de Cristo. 10 Mas si Cristo está en vosotros, el cuerpo está muerto por el pecado, pero el espíritu vive por la justicia. 11
Y si el Espíritu de aquel que resucitó a Cristo Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó a Cristo Jesús de entre los muertos dará también vida a vuestros cuerpos mortales por virtud de su Espíritu, que habita en vosotros
. Hemos llegado al punto culminante de la exposición que viene haciendo el Apóstol sobre la
justificación. Hasta aquí, una vez probado el hecho (c.1-4), se había fijado sobre todo en el aspecto negativo: reconciliación con Dios (c.5), liberación del pecado (c.6), liberación de la Ley (c.7); ahora, a lo largo de todo este capítulo octavo, va a atender más bien al aspecto positivo, deteniéndose a describir la condición venturosa del hombre justificado,
que vive bajo la acción del Espíritu, teniendo a Dios por Padre, seguro de que llegará a conseguir la futura gloria que les espera.
Comienza San Pablo su descripción con una afirmación rotunda: No hay, pues, ya condenación alguna (ïõäÝí êáôÜêñéìá) para los que están en Cristo Jesús (v.1). Con la expresión estar en Cristo Jesús nos sitúa claramente en campo cristiano; no se trata ya del hombre bajo la Ley, como en el capítulo anterior, sino de quien ha sido incorporado a la vida misma de Cristo por el bautismo, conforme explicó en 6:3-11. Pero ¿qué quiere indicar con la palabra condenación? El término fue usado ya por el Apóstol anteriormente, refiriéndose a la condenación que cayó sobre el hombre a raíz de la transgresión de Adán (cf. 5:16.18), y es evidente que ambos pasajes están relacionados. Aquella condenación, con su reato de culpa y de pena, fue causa del desorden introducido en el hombre, quien desde ese momento quedó esclavo del pecado y de la muerte (cf. 6:12-13.20-21), sin que la Ley mosaica ni la ley de la razón pudieran hacerles frente (cf. 7:13-23), dando ocasión a aquel terrible grito de angustia que San Pablo pone en boca del hombre que vive bajo la Ley: ¡Desdichado de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte? (7:24). Pues bien, fue Jesucristo el que nos liberó de ese
dominio del pecado y de la muerte (cf. 5:21; 6:3-11; 7:4-6.25a), que es lo que San Pablo parece incluir aquí directamente bajo el término condenación; de ahí la partícula ilativa pues (áñÜ) con que introduce su afirmación, dando a entender que se trata de una consecuencia de lo anteriormente expuesto (c.5-7), y quizás con alusión particular a 7:25a, cuya respuesta, demasiado escueta, va a intentar ahora desarrollar.
Lo que añade en el v.2: porque la ley del espíritu de vida.., no hace sino confirmarnos en lo dicho. No cabe duda, en efecto, que la ley del pecado y de la muerte, a que ahí se alude, está equivaliendo a la condenación del v.1; ni parece significar otra cosa que ese dominio del pecado y de la muerte, encastillados en la carne, tan dramáticamente descrito en 7:8-24. De ese dominio nos liberó Dios por Jesucristo (7:25) o, dicho de otra manera, la ley del espíritu de vida en Cristo (v.2). Esta última expresión, a primera vista no muy clara, está cargada de sentido. Si el Apóstol habla de ley del espíritu, es en evidente paralelismo con ley del pecado, en cuanto que al dominio del pecado, como principio de acción, llevando al ser humano a la muerte, sucede ahora, en los justificados, el dominio del espíritu, llevándolo a la vida. Pero ¿qué significa el término espíritu? Es aquí donde late la mayor dificultad. El término vuelve a aparecer repetidamente en los versículos siguientes (v.4.5.6), y a veces con clara referencia
a la persona del Espíritu Santo (cf. v.9.11). Es por lo que algunos autores, también aquí en el v.2, ponen la palabra con mayúscula. Creemos, sin embargo, que hasta el v.9 no se alude directamente a la persona del Espíritu Santo, y que más bien debemos traducir con minúscula, con referencia al espíritu o parte superior del hombre, en contraposición a la carne o parte inferior (cf. 7:18.23;
1Co_5:3.5;
1Co_7:34;
Gal_5:16-17;
Col_2:5), sin que por eso quede excluida toda referencia a la persona del Espíritu Santo, pues en la concepción y terminología de San Pablo el término espíritu (ðíåýìá), a diferencia del de razón (vouò, cf. 7:23.25; 12:2), indica, en general, la faceta espiritual o intelectiva del hombre, no a secas, sino en cuanto se mueve y actúa bajo la acción del Espíritu Santo. De ahí que caminar según el espíritu (v.4) venga a equivaler prácticamente a caminar conforme lo pide la recta razón iluminada y fortificada por el Espíritu Santo, y que en el v.9 se diga que no está en el espíritu aquel en quien no habita el Espíritu Santo. De este papel preponderante del Espíritu Santo en la vida del cristiano habla frecuentemente San Pablo (cf. 5:5; 8:14.26;
1Co_6:11.19;
1Co_12:3;
Gal_3:2-5;
Efe_3:16;
2Ti_1:14;
Tit_3:5-6). De otra parte, el Espíritu no se nos comunica aisladamente, por así decirlo,
sino en cuanto incorporados a Jesucristo, formando un todo con El, y participando de su vida; de ahí que el Apóstol no hable simplemente de ley del espíritu, sino de ley del espíritu de vida en Cristo Jesús (v.2).
Del papel del Espíritu en la época mesiánica hablan ya los antiguos profetas, como
Jer_31:31-34 (cf.
Heb_8:7-13) y
Eze_36:26-28. El Espíritu Santo, instalado en el corazón del hombre, es como una
ley viviente que no sólo indica lo que se debe hacer, sino que nos da fuerza para llevarlo a cabo.
La razón profunda de por qué esta ley del espíritu de vida en Cristo pudo librarnos de la ley del pecado y de la muerte está indicada en los v.3-4. Ambos versículos forman un solo período gramatical, de construcción bastante irregular 108, pero de extraordinaria riqueza de contenido. Comienza el Apóstol por recordar, resumiendo lo ya expuesto en 7:8-24, la impotencia de la Ley para vencer a nuestra carne de pecado y llevar a los hombres a los ideales de justicia y santidad que sus preceptos prescribían (v.32); a continuación indica el modo cómo Dios puso remedio a esa situación de angustia (cf. 7:24), enviando al mundo a su propio Hijo y condenando al pecado en la carne (v.3b); por fin, a manera de conclusión, señala cómo, realizada esa obra redentora por Cristo, nos es y a posible conseguir los ideales de justicia que la Ley perseguía (cf. 13:8-10;
Gal_5:14), a condición de que no caminemos según la carne, sino según el espíritu, condición que el Apóstol, aunque en realidad no siempre de hecho sea así, supone realizada en todos los cristianos (v.4). Está claro que las afirmaciones fundamentales son las del v.3b, donde el Apóstol se refiere directamente a la obra redentora de Cristo, de quien dice que vino a este mundo en carne semejante a la de pecado, y por el pecado, condenando al pecado en la carne. Tres verdades bien definidas: la de que vino en carne semejante a la de pecado, es decir, revestido de verdadera carne, exactamente igual a la nuestra, pero sin pecado (cf. 1:3;
Gal_4:4;
2Co_5:21;
Heb_4:15); la de que vino por el pecado (ðåñß Üìáñôßáò), es decir, a causa del pecado y para destruirlo (cf.
Gal_1:4); y la de que, a través de El, Dios condenó (êáôÝêñéíåí) al pecado en la carne. Es esta última expresión la que constituye el centro de toda la perícopa y la que ofrece precisamente mayor dificultad de interpretación. La idea general es clara; no así el precisar toda la significación y alcance de cada palabra. Desde luego, bajo el término condenó hemos de ver no una mera declaración verbal, sino algo eficaz, que despoja al pecado de su dominio sobre la carne, de ese dominio tan dramáticamente descrito en 7:13-24. Pero ¿en qué momento de la vida de Jesucristo
realizó Dios esa condenación del pecado en la carne y por qué tuvo valor para todos los hombres ? La respuesta no es fácil. Muchos autores creen que San Pablo está refiriéndose al momento concreto
de la pasión y muerte de Cristo, que fue cuando se consumó la obra redentora y, consiguientemente, la destrucción del pecado (cf. 6:2-11;
Col_1:22); otros, sin embargo, como Lagrange y Zahn, opinan, y quizás más acertadamente, que se alude al hecho mismo de la encarnación, al enviar Dios a su propio Hijo en carne no dominada por el pecado, prueba inequívoca de que éste había perdido su universal predominio. Claro que esto no significa que hayamos de excluir toda relación a la pasión y muerte de Cristo en la perspectiva de San Pablo, pues esa derrota del pecado en la carne de Cristo, al venir al mundo, es como un fruto anticipado de su pasión y muerte, que es donde se consuma la obra redentora. De otra parte, esa victoria de Jesucristo en su carne es victoria para todos los hombres. San Pablo no precisa en este pasaje cómo sea ello posible. Da por supuesto que Jesucristo, como nuevo Adán, es representante y cabeza de todos los hombres, y que, al tomar carne como la nuestra, aunque sin pecado, puede obrar en nuestro nombre y transmitirnos los resultados adquiridos (cf. 5:12-21).
Los v.5-8, que siguen, ofrecen consideraciones de tipo ya más bien práctico. Parece que fue la última frase del v.4: .. los que no andamos según la carne, sino según el espíritu, la que sugirió a San Pablo estas hermosas reflexiones en que va haciendo resaltar el contraste entre
carne y espíritu, como dos principios opuestos de acción, señalando, además, las consecuencias a que una y otro llevan. La misma idea, más ampliamente desarrollada, encontramos en
Gal_6:16-26. Son de notar los términos öñïíïàóéí (v.5) y öñüíçìá (í.6-7), que hemos traducido por tienden a y por tendencias, respectivamente, pero cuyo significado es más complejo, indicando a la vez
convicciones y sentimientos, una como entrega al objeto de que se trata de nuestro entendimiento y voluntad, que no saben pensar ni aspirar a otra cosa. Los términos muerte, a la que conducen las tendencias de la carne, y vida, a la que conducen las del espíritu, ya quedan explicados en capítulos anteriores (cf. 5:12-21; 6:4-5). Algo extraña resulta la expresión de que las tendencias de la carne no se sujetan
ni pueden sujetarse a la ley de Dios (v.7); adviértase que no se trata de la carne como tal, en cuanto criatura de Dios, que nada creó malo, sino de la carne en cuanto dominada por el pecado a raíz de la transgresión de Adán (cf. 5:12; 7:14.18.23). Esta carne, así entendida, manifestará siempre tendencias hostiles a Dios, pues Dios y pecado son irreconciliables. Ello no significa, sin embargo, que la carne sea inaccesible a las influencias del Espíritu y que el hombre carnal no pueda pasar a espiritual, así como también viceversa. Las mismas advertencias y amonestaciones del Apóstol, en este y otros pasajes, están indicando que puede darse ese tránsito 109.
Expuesta así la antítesis entre carne y espíritu, San Pablo va a profundizar más en esto último (v.9-11), dirigiéndose directamente a los Romanos: Pero vosotros no estáis en la carne.. (v.9). Y primeramente establece clara relación entre estar en el espíritu y la presencia o inhabitación del Espíritu Santo, de modo que aquello primero venga a ser como un efecto de esto segundo (v.9). Nótese cómo el Apóstol habla indistintamente de
Espíritu de Dios y Espiritu de Cristo (v.9), con lo que claramente da a entender que
el Espíritu, tercera persona de la Santísima Trinidad, procede no sólo del Padre, sino también del Hijo, conforme ha sido definido por la Iglesia. Y aún hay más. Da por supuesto el Apóstol que por el hecho de habitar en nosotros el Espíritu de Dios o Espíritu de Cristo (v.9), habita también el mismo Cristo (v.10). Es ésta una consecuencia de lo que los teólogos llaman circuminsesión o mutua existencia de una persona en las otras (cf.
Jua_10:38;
Jua_14:11). Cristo habita en nosotros a través de su Espíritu, que es a quien pertenece, por apropiación, el oficio de santificador, haciendo partícipes a los hombres de la vida misma divina o vida de la gracia. Esa presencia del Espíritu de Cristo y de Cristo mismo en nosotros hace que, aunque el cuerpo esté muerto por el pecado (íåêñüí äéá óìáñôßáí), el espíritu sea vida a causa de la justicia (æùÞ äéá äéêáéïóýíçí). Alude el Apóstol, aunque hay que reconocer que sus expresiones no son del todo claras, a la muerte a la que permanece sujeto nuestro cuerpo a causa del pecado original (íåêñüí = 3íçôüí, cf. v.11), y a la vitalidad que da a nuestro espíritu la vida de la gracia en orden a (äéá = = Cf 5, cf. 6:16; 8:4) poder practicar la justicia 109*. ã aun hay otro efecto de la presencia del Espíritu de Cristo en nosotros, y es que gracias a la acción del Espíritu presente en nosotros (cf.
1Co_3:16;
1Co_6:19), nuestros mismos cuerpos mortales serán vivificados a su tiempo, lo mismo que lo fue el de Cristo (v.11). Es curioso que San Pablo, aludiendo a esta resurrección futura de los cuerpos, no emplee la palabra resucitar, sino vivificar (æùïðïéåÀí), de sentido más amplio, quizá pensando en los supervivientes de tiempos de la
parusía (cf,
1Co_15:51-52;
1Te_4:15-17), a los que no sería fácilmente aplicable la palabra resucitar. La idea de unir nuestra resurrección a la de Jesucristo es frecuente en San Pablo (cf. 6:5;
1Co_6:14;
1Co_15:20-23;
2Co_4:14;
Efe_2:6;
Flp_3:21;
Col_1:18;
Col_2:12-13;
1Te_4:14). De ordinario no se detiene a explicar el porqué de esta vinculación entre la resurrección de Cristo y la nuestra; pero, a poco que se lea entre líneas, fácilmente se vislumbra que para San Pablo esa doctrina descansa siempre sobre la misma base: la unión místico-sacramental de todos los cristianos con Cristo,
Cabeza viviente de la Iglesia viviente. O dicho de otra manera: Gracias al Espíritu de Cristo, presente en nosotros, somos como englobados en la vida misma de Cristo,
y debemos llegar hasta donde ha llegado El, a condición de que no rompamos ese contacto, volviéndonos hacia los dominios de la carne. Añadamos que San Pablo se fija sólo en la resurrección de los justos. Que también hayan de resucitar los pecadores consta por otros textos (cf.
Jua_5:28-29;
Hec_24:15).
Hijos de Dios y herederos del cielo,Hec_8:12-17.
12
Así, pues, hermanos, no somos deudores a la carne de vivir según la carne, 13
que si vivís según la carne moriréis; mas si con el espíritu mortificáis las obras de la carne, viviréis. 14
Porque los que son movidos por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios. 15
Que no habéis recibido el espíritu de siervos para recaer en el temor, antes habéis recibido el espíritu de adopción, por el que clamamos: ¡Abba, Padre! 16
El Espíritu mismo da testimonio a una con nuestro espíritu de que somos hijos de Dios, 17
y si hijos, también herederos de Dios, coherederos de Cristo, supuesto que padezcamos con El, para ser con El glorificados. Continúa San Pablo presentando a sus lectores de Roma las profundas realidades de la vida cristiana y la certeza de que esas realidades llegarán a su plenitud. Y primeramente, como conclusión de lo expuesto, les exhorta a vivir según el espíritu y no según la carne, pues a ésta ningún beneficio le debemos, de modo que nos veamos como obligados a obedecer a sus exigencias (v.12). Por el contrario, si obedecemos esas exigencias, de nuevo caeremos en la muerte de la que nos liberó Jesucristo (cf. 7:24-25); mas si, siguiendo los impulsos del espíritu, las mortificamos (3áíáôïàìåí), es a saber, suprimimos su vida, no consintiendo con lo que nos piden, sino más bien ejercitándonos en las virtudes contrarias (cf.
Col_3:5), entonces es cuando viviremos la vida verdadera (v.1s). Es lo que va a demostrar San Pablo a continuación.
Ante todo, una afirmación fundamental: los que viven esa vida de mortificación de la carne bajo el impulso del espíritu, o lo que es lo mismo, los movidos por el Espíritu (se supone que en consonancia con la naturaleza humana, sin suprimir su libertad, cf. v.1s), ésos son hijos de Dios (v.14). La expresión hijos de Dios, aplicada al hombre, no es nueva, y se usó ya en el Antiguo Testamento (cf.
Exo_4:22;
Deu_14:1;
Ose_11:1;
Sab_2:18); sin embargo, después de la redención operada por Jesucristo, dicha expresión adquiere un significado mucho más hondo, como el mismo San Pablo concretará enseguida (v. 15-16). En efecto, antes podía ser invocado Dios como Padre (cf.
Exo_4:22;
Deu_32:6;
Isa_1:2;
Jer_31:9), y, de hecho, así lo hicieron a veces los israelitas (cf.
Isa_63:16;
Isa_64:8;
Sab_14:3; Ecli 23:1.4); pero la primera y principal disposición de ánimo hacia la divinidad, lo mismo entre judíos que entre gentiles, era el temor, no el amor, idea esta que quedaba muy en segundo plano (cf.
Deu_6:13;
Deu_10:20-21). Ahora, en los tiempos del Evangelio, es al revés. Aunque seguimos reconociendo la omnipotencia y terrible justicia de Dios, prevalece totalmente la idea de amor; no es el espíritu de siervos con su Amo, sino el de hijos con su Padre, el que regula nuestras relaciones con Dios (cf.
Mat_6:5-34). San Pablo ve la prueba de esta realidad en ese sentimiento de filiación respecto a Dios que experimentamos los cristianos en lo más íntimo de nuestro ser (espíritu de adopción),
que hace le invoquemos bajo el nombre de Padre 110. Es un sentimiento que no procede de nosotros, sino que lo hemos recibido (v.1s), y está íntimamente
relacionado con la presencia del Espíritu en nosotros (v.14). Concretando más, con ayuda también de otros pasajes (cf.
Gal_4:4-6;
Efe_1:3-14;
Tit_3:5;
1Jn_3:1-2;
1Jn_4:7;
Jua_1:13;
Jua_3:5), añadiremos que ese sentimiento o espíritu de adopción se debe a un como nuevo nacimiento que se ha operado en nosotros a raíz de la justificación, al hacernos Dios partícipes
de su misma naturaleza divina (cf.
2Pe_1:4), entrando así a formar parte real y verdaderamente de la familia de Dios. A este testimonio de nuestro espíritu une su testimonio el Espíritu Santo mismo, testificando igualmente que somos hijos de Dios (v.16). No es fácil precisar la diferencia entre este testimonio del Espíritu Santo (v.16)
y el de nuestro espíritu bajo la acción del Espíritu Santo (v.1s). Quizás se trate simplemente de mayor o menor intensidad en esa como posesión del alma por parte del Espíritu Santo. Lo que sí afirmamos es que el testimonio del Espíritu Santo, infalible en sí mismo, tiene valor absoluto, tratándose del conjunto de los fieles, pero sería absurdo deducir que cada uno de ellos puede percibirlo experimentalmente, con certeza que no deje lugar a duda, doctrina que justamente condenó el concilio Tridentino contra los protestantes.
Terminada la prueba, enseguida la conclusión esperada: Si hijos, también herederos.. (v.17). Es aquí donde quería llegar San Pablo. Nótese que la eterna glorificación es para el cristiano, no una simple recompensa, sino una
herencia, a la que tenemos derecho, una vez que hemos sido adoptados como hijos de Dios (v.15;
Gal_4:5;
Efe_1:5), haciéndonos ingresar en su familia. Con ello nos convertimos en coherederos de Cristo (v.17),
el Hijo natural de Dios, que ha ingresado ya también como hombre en la posesión de esos bienes (cf.
Flp_2:9-11), para nosotros todavía futuros (cf. v.23-24). San Pablo, más que hablar de herederos de la gloria, habla de herederos de Dios, quizás insinuando que poseeremos al mismo Dios por la visión beatífica (cf.
1Co_13:8-13;
1Jn_3:2). Como conclusion, no se olvida de recordar una doctrina para él muy querida, la de que nuestra suerte está ligada a la de Cristo (cf. v.11), y hemos de padecer con El,
si queremos ser con El glorificados (v.17).
Certeza de nuestra esperanza,1Jn_8:18-30.
18
Tengo por cierto que los padecimientos del tiempo presente no son nada en comparación con la gloria que ha de manifestarse en nosotros; 19
porque la expectación anhelante de lo creado ansia la manifestación de los hijos de Dios, 20
pues lo creado fue sometido a la vanidad, no de grado, sino por razón de quien lo sometió, con la esperanza 21
de que también lo creado será liberado de la servidumbre de la corrupción para participar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios. 22
Pues sabemos que hasta el presente todo lo creado gime y siente dolores de parto. 23
Ni es sólo eso, sino que también nosotros, que tenemos las primicias del Espíritu, gemimos dentro de nosotros mismos, suspirando por la adopción, por la redención de nuestro cuerpo. 24
Porque en esperanza estamos salvos; que la esperanza que se ve, ya no es esperanza. Porque lo que uno ve, ¿cómo esperarlo? 25
Pero si esperamos lo que no vemos, en paciencia esperamos. 26
Y el mismo Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza, pues qué hayamos de pedir, como conviene, no sabemos; mas el mismo Espíritu aboga por nosotros con gemidos inefables, 27
y el que escudriña los corazones conoce cuál es el deseo del Espíritu, porque intercede por los santos según Dios. 28
Ahora bien: sabemos que Dios hace concurrir todas las cosas para el bien de los que le aman, de los que según sus designios son llamados. 29
Porque a los que de antemano conoció, a ésos los predestinó a ser conformes con la imagen de su Hijo, para que éste sea el primogénito entre muchos hermanos; 30
y a los que predestinó, a ésos también llamó; y a los que llamó, a ésos los justificó; y a los que justificó, a ésos también los glorificó. En realidad, San Pablo dejó ya demostrada su tesis al señalar que somos hijos de Dios, y si hijos, también herederos.. (v. 16-17). Pero quiere seguir aún insistiendo en el tema. Su última advertencia de que para ser glorificado con Cristo, antes hemos de padecer con El (v.17), podía asustar a alguno. Por eso, su afirmación inmediata: los padecimientos del tiempo presente no son nada en comparación con la gloria que ha de manifestarse en nosotros (v.18; cf.
2Co_4:17;
Col_3:4). Es la respuesta cristiana más sencilla al problema del sufrimiento: que no paremos nuestra consideración en lo presente, sino que miremos hacia el futuro (cf.
Mat_16:24-27;
Col_2:10-12;
1Pe_4:13). A continuación va señalando el Apóstol las pruebas o razones, especie de garantía divina, que corroboran, en continuo
crescendo, la certeza de esa nuestra esperanza: primeramente, el presentimiento de las cosas creadas (v. 19-22); después, nuestros propios gemidos suspirando por la glorificación (v.23-25); luego,
la intercesión del Espíritu Santo a nuestro favor (v.26-27); por fin, los planes mismos de Dios, que todo lo
endereza a la salud de sus escogidos (v.28 - 30). Comentaremos brevemente cada una de estas pruebas.
Comienza el Apóstol fijando su atención en el mundo creado (Þ êôßóéò), sometido contra su voluntad a la vanidad (ìáôáéüôçò), y corrupción (öèïñÜ), que espera anhelante la manifestación de los hijos de Dios, momento en que también él será liberado de su servidumbre para participar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios (v. 19-22). No parece caber duda que ese mundo creado, que el Apóstol presenta personificado, es el mundo sensible inferior al hombre, al que expresamente se contrapone (cf. v.19-23); pero ¿qué clase de servidumbre es esa a que ha sido sometido y cuál es la liberación que espera? La respuesta a estas preguntas no es fácil111. Creemos que como base de toda explicación hay que colocar dos textos del Génesis: la sujeción que Dios hace al hombre de todos los seres inferiores a él (
Gen_1:26-29), y el pecado de éste, que afectó también a esos seres inferiores, al menos en su relación hacia el hombre (
Gen_3:17-19). Produce, pues, el pecado de Adán un desequilibrio en las cosas, un desorden, un modo de ser, que no es el puesto primitivamente por Dios; y este modo de ser le ha venido a las cosas no de grado, sino por razón de quien las sometió (v.2o), es decir, no por responsabilidad directa, sino en virtud de aquel lazo moral que Dios estableció entre el hombre y los seres inferiores, de modo que éstos siguiesen la suerte de aquél. Precisamente, debido a tener su suerte ligada a la del hombre,
la esperanza de liberación que Dios dejó entrever al ser humano ya desde el momento mismo de la caída (
Gen_3:15), era también esperanza para las cosas mismas. Esa, y no otra, parece ser la esperanza de que habla San Pablo (v.20). En realidad es la misma idea que encontramos ya en Isaías, cuando Dios promete cielos nuevos y tierra nueva para la época mesiánica (
Isa_65:17;
Isa_66:22), idea que se recoge en el Nuevo Testamento, fijando su realización en la
parusía (cf.
Mat_19:28;
Hec_3:21;
2Pe_3:13;
Rev_21:1). La diferencia está únicamente en que San Pablo dramatiza más las cosas y habla no sólo del estado glorioso final, sino también de la etapa anterior, etapa de expectación anhelante.., de gemidos y dolores de parto, suspirando por ese estado glorioso final, que tiene como centro al hombre, lo mismo que lo tuvo la caída. Por eso, probablemente, es por lo que escribe sabemos que.. (v.22), como indicando que se trata de doctrina conocida.
Querer concretar más es difícil, y apenas podemos salir de conjeturas. San Juan Crisóstomo, al que siguen otros muchos, antiguos y modernos, cree que la vanidad y corrupción a que ha sido sometido el mundo creado no es otra cosa que la ley de
mutabilidad y muerte, que afecta a todos los seres materiales, y de la que serán liberados al final de los tiempos. Pero ¿es que antes del pecado de Adán no estaban sujetos a mutación y muerte? ¿Es que lo van a dejar de estar al fin de los tiempos? No es probable que San Pablo tratara de responder a estas cuestiones. Por eso muchos autores, siguiendo a San Cirilo de Alejandría, interpretan los términos vanidad y corrupción en sentido moral, no en sentido físico, y se aplicarían a las criaturas irracionales en cuanto que, a raíz del pecado de Adán, quedaron sometidas a hombres vanos y corrompidos que se valen de ellas para el pecado (cf. 1:21-32), suspirando por verse liberadas de tan degradante esclavitud. Pero ¿no será esto limitar demasiado la visión de San Pablo? Notemos que el Apóstol atribuye dimensiones cósmicas, y no sólo antropológicas (5:12-21), a la redención de Cristo (cf.
Efe_1:10;
Col_1:20). Quizá, pues, sea lo más prudente dejar imprecisa la interpretación, porque imprecisa estaba probablemente también en la mente de San Pablo. No deben urgirse demasiado los términos vanidad (ìáôïáüôçò), de sentido más bien moral (cf. 1:21;
Efe_4:17;
2Pe_2:18), o corrupción (öèïñÜ), de sentido más bien físico (cf.
1Co_15:42.50;
Gal_6:8;
Col_2:22); pues el centro de todo el drama es el hombre, y en éste se cumplen ambos aspectos, por lo que nada tiene de extraño que el Apóstol emplee esos mismos términos refiriéndose a las criaturas irracionales, cuya suerte ligó Dios a la del hombre. Para una visión más amplia, puede verse lo que referente a este tema expusimos ya en la introducción a la carta.
Una segunda prueba, que es complementaria de la anterior, la ve el Apóstol en nuestros propios gemidos, suspirando también por la glorificación (v.23-25). Son gemidos por parte de quienes poseen ya las primicias del Espíritu (v.23); por tanto, aparte las razones de la prueba anterior, tenemos una nueva garantía de que esa expectación anhelante no puede quedar frustrada. San Pablo habla, no de glorificación,
sino de adopción (v.23), término que resulta aquí un poco extraño, pues ésa la poseemos ya a raíz de la justificación (cf. v.14-15); ello indica que el término adopción (õéïèåóßá) puede tomarse en sentido más y menos pleno, desde que comienza en la justificación hasta su consumación o desenvolvimiento definitivo en la gloria, que es como ahora lo toma San Pablo. Es por eso, probablemente, por lo que, como tratando de explicarse más, añade lo de redención de nuestro cuerpo (áðïëýôñùóç ôïõ óþìáôïò çìþí), cosa que sabemos está reservada para después de la muerte (v.23; cf J Cor 15:42-53;
2Co_5:1-5). En el mismo sentido habla de primicias del Espíritu (v.23), a decir, de que tenemos ya el Espíritu (cf. v.9.11.14), pero no tenemos todavía todo lo que esa posesión nos garantiza. Dicho de otra manera, estamos salvos en esperanza (v.24), pues la plenitud de esa salvación aparecerá sólo más tarde (cf. 5:1-11); de momento debemos esperar en paciencia (v.25), o lo que es lo mismo, con espera sufrida y constante.
A continuación indica San Pablo una tercera prueba o motivo de confianza (v.26-27). No son ya sólo los gemidos del mundo creado (v.22) y nuestros propios gemidos (v.23), Que es mismo Espíritu, viniendo en ayuda de nuestra flaqueza (áóèÝíåéá).., aboga por nosotros con gemidos inefables (Ïðåñåíôõã÷Üíåé óôåíáãìïÀò ÜëáëÞôïéò). La inteligencia del pasaje está centrada en el sentido que se dé a los términos flaqueza nuestra y gemidos del Espíritu. Evidentemente esa flaqueza o deficiencia de parte nuestra está relacionada con la glorificación futura por la que suspiramos (v. 19-25), como expresamente lo da a entender el Apóstol, al añadir: pues qué hayamos de pedir, como conviene, no sabemos (ôï ãáñ ôé ðñïóåõîþìå3á êá3ü äåé ïõê ïúäáìåí). Es decir, sabemos, sí, que Dios quiere nuestra glorificación; pero hasta llegar a ella ha de pasar tiempo, y en ese camino hasta la meta no siempre sabemos qué hayamos de pedir (ôß) en cada circunstancia (cf.
2Co_12:8-9) y cómo hayamos de hacerlo (êá3ü äåé). á suplir esa deficiencia viene en nuestra ayuda el Espíritu, abogando por nosotros con gemidos inefables, que son siempre según Dios, es decir,
conformes a los designios que Dios tiene sobre sus santos (v.27; sobre el término santos, cf. 1:7). Estos gemidos, pues, no pueden dejar de ser atendidos. El Apóstol los llama inefables, bien porque se trata de algo interior, sin palabras, bien porque no pueden ser expresados adecuadamente en lenguaje humano, resultando incomprensibles a los hombres, pero no a Dios que escudriña los corazones con su ciencia infinita (v.27; cf.
1Sa_16:7;
1Re_8:39;
Sal_70:10;
Rev_2:23). El hecho de que San Pablo mencione aquí este atributo divino es señal de que no se trata propiamente de gemidos del Espíritu, cosa incompatible con su condición divina, sino de
gemidos que el Espíritu pone en nuestros corazones. La diferencia, pues, con los gemidos de que se habla en el v.23, también bajo el influjo del Espíritu, no parece ser grande; quizá se trate simplemente, igual que dijimos al comentar los v. 15-16, de mayor o menor intensidad en esa como posesión del alma por parte del Espíritu.
Por fin viene la cuarta y última prueba, razón suprema de nuestra confianza (v.28-30). Son tres versículos que contienen en síntesis la doctrina toda de la carta, pues en ellos indica el Apóstol la razón última de esa esperanza de salud que viene predicando desde el principio. Debido a su gran importancia doctrinal, han sido objeto de numerosos estudios y comentarios por parte de teólogos y exegetas, cuyas interpretaciones, al rozarse con el debatido tema de la predestinación, no siempre han contribuido a presentar con más luz el pensamiento del Apóstol, sino más bien a oscurecerlo. De ahí la necesidad de que distingamos bien lo cierto de lo dudoso y discutible.
Bajo el aspecto gramatical distinguimos claramente dos partes principales (v.28 y v.29-30), enlazadas entre sí mediante la conjunción porque (üôé), que convierte a la segunda (v.29~30) en una explicación de la primera (v.28), en la que ha de buscarse, por consiguiente, la afirmación fundamental del Apóstol. Pues bien, ¿cuál es esa afirmación fundamental? En líneas generales su pensamiento parece claro. Trata, lo mismo que en los versículos precedentes (?. 18-27), de infundir ánimo a los cristianos ante la certeza de nuestra futura glorificación; la razón alegada ahora (v.28) es que Dios, en cuyas manos están todas las cosas, todo lo endereza a nuestro bien. En otras palabras: Dios lo quiere, y a Dios nada puede resistir. Es éste, desde luego, el primero y radical principio del optimismo cristiano 112. Pero ¿a quiénes lo aplica San Pablo? Creemos, sin género alguno de duda, que a los cristianos todos en general, que es de quienes ha venido hablando (cf. v. 1.14.23.27). A ellos, y no a una categoría especial dentro de los cristianos, se refieren las expresiones los que aman a Dios (..ôïÀò Üãáðþóéí ôïí 3åüí) y llamados según sus designios (..ôïéò êáôÜ ðñü^åóéí êëçôïÀò). Que pueda haber cristianos pecadores que no aman a Dios, San Pablo lo sabe de sobra (cf.
1Co_5:1;
1Co_6:8;
Gal_5:10;
1Ti_1:20); pero esos tales quedan aquí fuera de su perspectiva, fijándose en el cristiano como tal, que procura cumplir sus obligaciones. El inciso los llamados (êëçôïß) según sus designios no es limitativo de los que aman, sino aposición que se
refiere a los mismos seres humanos y con la que se hace resaltar la iniciativa de Dios para llegar a nuestra condición de cristianos. En la terminología de San Pablo son llamados (êëçôïß)
aquellos que han recibido de Dios el llamamiento a la fe y han respondido a ese llamamiento (cf. 1:6;
1Co_1:24); por consiguiente, todos los cristianos son êëçôïß. Õ lo son según sus designios (êáôÜ ôôñü3åóéí), pues es Dios quien en acto eterno de su voluntad (cf.
Efe_1:11;
Efe_3:11;
2Ti_1:9) ha determinado concederles ese beneficio sobrenatural. Querer distinguir, como hizo San Agustín, y detrás de él muchos teólogos, una categoría privilegiada de cristianos en esos llamados según sus designios, algo así como
llamados-elegidos (predestinados) en contraposición a
llamados-no elegidos (cf.
Mat_20:16), es hacer ininteligible todo el pasaje. La argumentación de San Pablo se reduciría a lo siguiente: todos debemos confiar, pues algunos (los predestinados) obtendrán ciertamente la glorificación ansiada. ¿Dónde quedaría la lógica? Ese otro problema de la predestinación a la gloria, como lo tratan los teólogos, no entra aquí en el campo visual de San Pablo.
En los v.29-30, segunda parte de nuestra perícopa, indica el Apóstol los diversos actos o momentos en que queda como enmarcada la acción salvadora de Dios afirmada en el v.28. Dentro de ese marco quedan incluidos todos los accidentes que pueden afectar a la vida de cada cristiano, los cuales van dirigidos por Dios a la ejecución de sus planes hasta llegar a la glorificación final. De los cinco actos divinos enumerados por San Pablo (presciencia-predestinación a ser conformes con la imagen de su Hijo-vocación a la fe-justificación-glorificación), los dos primeros pertenecen al orden o estadio de la intención, y son actos eternos; los otros tres pertenecen al orden o estadio de la ejecución, y son actos temporales (terminative). La presciencia es un previo conocimiento que Dios tiene de aquello de que se trata; aquí, concretamente, un previo conocimiento de aquellos de que se habló en el v.28, es decir, de los cristianos todos (no precisamente de los predestinados a la gloria, en el sentido en que hablan los teólogos). No está claro si esa presciencia divina arguye sólo previo conocimiento del futuro, como en el caso de la presciencia humana (cf.
Hec_26:5;
2Pe_3:17), o incluye también cierta aprobación o beneplácito, es decir, un conocimiento acompañado de amor o preferencia, sentido que suele tener el verbo conocer aplicado a Dios (cf.
Mat_7:23;
1Co_8:3;
1Co_13:12;
Gal_4:9; Tim 2:19). De todos modos, la presciencia no es aún la predestinación, y San Pablo distingue ambos actos, pues escribe: a los que de antemano conoció (ðñïÝãíù), a ésos los predestinó (ðñïþñéóåí). El Apóstol no indica la razón de la ilación; probablemente lo único que trata de señalar es que Dios no predestina ciegamente, sino que, como en todo agente intelectual, precede el conocer a cualquier determinación. El término predestinación aparece otras cuatro veces en el Nuevo Testamento, y siempre en el sentido de determinación divina en orden a conceder un beneficio sobrenatural (
Hec_4:28;
1Co_2:7;
Efe_1:5-11). Evidentemente ése es también el significado que tiene la palabra en el caso presente. Los destinatarios de ese beneficio son los mismos que fueron objeto de la presciencia, es decir, los cristianos todos de que el Apóstol viene hablando; y el beneficio a que Dios los ha predestinado es a ser conformes con la imagen de su Hijo (óõììüñöïõò ôçò eiêùos ôïõ õéïý áõôïý), es decir, a reproducir en sí mismos los rasgos de Cristo, de modo que éste aparezca con las prerrogativas de primogénito entre muchos hermanos al frente de una numerosa familia, con la consiguiente gloria que ello significa. He ahí el fin último que Dios pretende en toda esta
obra de la predestinación: la gloria de Cristo, cuya soberanía se quiere hacer resaltar (cf.
Col_1:15-20).
Mas ¿cuándo adquirimos los cristianos esa configuración con Cristo que constituye el objeto real de la predestinación? Algunos autores, siguiendo a los Padres griegos (Orígenes, Crisóstomo, Cirilo Alejandrino), creen que se alude
al estado de gracia y de filiación adoptiva que tenemos ya aquí en la tierra a raíz de la justificación, y que constituye una verdadera transformación
que nos asemeja a Cristo (cf. 12:2;
2Co_3:18;
Gal_4:19). En el mismo sentido interpretan el glorificó final (Ýäüîáóåí), como refiriéndose simplemente a la condición gloriosa inherente a la gracia santificante. Otros autores, sin embargo, siguiendo a los Padres latinos (Jerónimo, Agustín, Ambrosio), creen que se alude al estado glorioso en el cielo, cuando incluso nuestro cuerpo será transformado a semejanza del de Cristo (cf.
1Co_15:49;
Flp_3:21); y en ese mismo sentido interpretan el glorificó final. Creemos, dado el contexto, que es esta interpretación de los Padres latinos la que responde al pensamiento de San Pablo; no negamos que también la transformación por la gracia nos asemeje ya a Jesucristo (cf. v.14-17), pero no es aún esa imagen perfecta y consumada por la que suspiramos (cf. v.11.23) y sobre cuya consecución precisamente quiere San Pablo tranquilizar a los cristianos. Lo que a continuación añade el Apóstol: a los que predestinó, a ésos también llamó, y a los que llamó, justificó, y a los que justificó, glorificó (v.30), apenas ofrece ya dificultad, pues ha de interpretarse en consonancia con lo anterior. Se trata simplemente de señalar, en el orden de la ejecución, los principales actos con que Dios lleva a cabo esa predestinación: vocación a la fe-justificación-glorificación en el cielo.
De lo expuesto se deduce que el concepto de predestinación, tal como este término está tomado aquí por San Pablo, aplicándolo a todos los cristianos, no coincide exactamente con el concepto en que suele tomarse en el lenguaje teológico, restringiéndolo a aquellos que cierta e infaliblemente conseguirán de hecho la vida eterna, incluso aunque de momento sean grandes pecadores. La predestinación de que habla San Pablo supone, por parte de Dios, una voluntad seria y formal (no veleidad), pero no necesariamente con eficacia efectiva, pues ésta se halla condicionada a nuestra cooperación. De esta cooperación el Apóstol no habla, contentándose con señalar la parte de Dios, quien ya nos ha llamado a la fe y justificado, y ciertamente nos llevará hasta la glorificación final, de no interponerse nuestra libertad frustrando sus planes. Tanto es así, que el Apóstol, suponiendo tácitamente nuestra cooperación, habla incluso de glorificó (Ýäüîáóåí) en pasado, dando así más certeza a nuestra esperanza (v.30; cf.
Mat_18:15;
Jua_15:6). Por lo demás, más que aludir directamente al destino particular de cada fiel, San Pablo parece que alude, de modo semejante a lo que dijimos al comentar el v.16, al destino de la comunidad o conjunto de fieles, que son los que constituirán la familia de que Cristo es primogénito (v.29); y en ese sentido la certeza de que llegará la glorificación final es indubitable. No cabe duda, en efecto, que la nave de la Iglesia llegará ciertamente al puerto, aunque algunos de los tripulantes se empeñen en evadirse y naufragar.
Himno de la esperanza cristiana,Jua_8:31-39.
31
¿Qué diremos, pues, a esto? Si Dios está por nosotros, ¿quién contra nosotros? 32
El que no perdonó a su propio Hijo, antes le entregó para todos nosotros, ¿cómo no nos ha de dar con El todas las cosas? 33
¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Siendo Dios quien justifica, ¿quién condenará? 34
Cristo Jesús, el que murió, aún más, el que resucitó, el que está a la diestra de Dios, es quien intercede por nosotros. 35
¿Quién nos arrebatará al amor de Cristo? ¿La tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, el peligro, la espada? 36
Según está escrito: Por tu causa somos entregados a la muerte todo el día, somos mirados como ovejas destinadas al matadero. 37
Mas en todas estas cosas vencemos por aquel que nos amó. 38
Porque persuadido estoy que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni lo presente, ni lo venidero, ni las potestades, 39 ni ia altura, ni la profundidad, ni ninguna otra criatura podrá arrancarnos al amor de Dios en Cristo Jesús, nuestro Señor. Terminada la enumeración de garantías divinas que dan certeza a nuestra esperanza (v. 18-30), San Pablo desahoga su corazón en un como canto anticipado de triunfo, pasaje quizás el más brillante y lírico de sus escritos, proclamando que nada tenemos que temer de las tribulaciones y poderes de este mundo, pues nada ni nadie podrá arrancarnos el amor que Dios y Jesucristo nos tienen (v-31-39).
Evidentemente el Apóstol sigue refiriéndose, igual que en los versículos anteriores, a los cristianos en general, y en ese sentido debe entenderse la expresión elegidos de Dios, de que se habla en el v.33 (cf. Gol 3:12;
Tit_1:1). Para hacer resaltar más el amor de Dios hacia nosotros (v.31), recuerda el hecho de que nos dio a su propio Hijo, ¿cómo, pues, vamos a dudar de que nos dará todo lo que necesitemos hasta llegar a la glorificación definitiva? (v.32). No está claro si, al hablar de acusación y condenación (v.33), San Pablo está aludiendo al juicio final, cuyo espectro, en lo que tiene de terrorífico, quiere también eliminar de nuestra fantasía. Así interpretan muchos este versículo, en cuyo caso el término justifica (äßêáéùí) parece debe tomarse en sentido de justificación forense (cf.
Isa_50:8;
Mat_12:37;
Rom_3:20), no en sentido de justificación por la gracia. Sin embargo, quizás esté más en consonancia con el contexto referir esa alusión de San Pablo, no precisamente al juicio final, sino a la situación general del cristiano ya en el tiempo presente, lo mismo que luego en el v.35. En este caso, el término justifica deberá tomarse en su sentido corriente de justificación por la gracia, y la idea de San Pablo vendría a ser la misma que ya expresó al principio del capítulo, es decir, que no hay
condenación alguna para los que están en Cristo Jesús (v.1). Recalcando más esa idea de confianza, añade en el v.34 que el mismo Jesucristo, que murió y resucitó por nosotros, es nuestro abogado ante el Padre. Claro es que esa situación de confianza vale también respecto del juicio final.
A continuación (v.35-3 9) enumera una serie de obstáculos o dificultades con que el mundo tratará de apartarnos del amor de Cristo (v.35) Y del amor de Dios en Cristo (v.39). Notemos esta última expresión con la que el Apóstol da a entender que el Padre nos ama, no aisladamente, por así decirlo, sino en Cristo, es decir, unidos a nuestro Redentor como miembros a la cabeza, como hermanos menores al primogénito. No es fácil determinar qué signifique concretamente cada uno de los términos empleados por San Pablo: tribulación, angustia. , potestades, altura, profundidad. , ni hemos de dar a ello gran importancia; la intención del Apóstol mira más bien al conjunto, tratando de presentarnos todo un mundo conjurado contra los discípulos de Cristo, pero que nada podrá contra nosotros. Los ángeles-principados-potestades parecen hacer alusión a los espíritus malignos contrarios al reino de Cristo (cf.
1Co_15:24;
Efe_6:12;
Col_2:15); la altura y profundidad (abstractos por concretos) parecen aludir a las fuerzas misteriosas del cosmos (espacio superior e inferior), más o menos hostiles al hombre, según la concepción de los antiguos. La aplicación a los cristianos del lamento del salmista por el estado de opresión en que se hallaban los israelitas de su tiempo (v.16; cf.
Sal_44:23), no significa que fuese esa la situación de los cristianos romanos de entonces; sin embargo, esa situación no tardará en llegar. Y San Pablo, para el presente y para el futuro, quiere inculcar al cristiano que las persecuciones y sufrimientos no influirán para que Dios nos deje de amar, como a veces sucede entre los seres humanos, al ver oprimido y pobre al amigo de antes, sino que nos unirán más a El, siendo más bien ocasión de victoria gracias a aquel que nos ha amado (v.37).
Este amor de Dios y de Cristo, tan maravillosamente cantado por San Pablo, es, no cabe duda, la raíz primera y el fundamento inconmovible
de la esperanza cristiana. Por parte de Dios nada faltará; el fallo, si se da, será por parte nuestra.