II Macabeos 3, 1-34

Hallándose la ciudad en completa paz, observándose exactamente las leyes, por la piedad del sumo sacerdote Onías y su odio a toda maldad, sucedía que hasta los mismos reyes honraban el santuario y lo enriquecían con magníficos dones. Y así, Seleuco, rey de Asía, concedió de sus propias rentas todas las expensas necesarias para el servicio de los sacrificios. Pero un cierto Simón, de la tribu de Benjamín, constituido inspector del templo, se enemistó con el sumo sacerdote con motivo de la fiscalización del mercado de la ciudad. No pudiendo vencer la resistencia de Onías, se fue a Apolonio, de Tarso, que por aquel tiempo era general de la Celesiria y la Fenicia, y le hizo saber cómo el tesoro de Jerusalén estaba lleno de riquezas indecibles, y que la cantidad de oro que allí había era incalculable y no se destinaba al sostenimiento de los sacrificios, pudiendo el rey apoderarse de ello. Apolonio se fue luego a ver al rey y le dio cuenta de los tesoros referidos. Este eligió a Heliodoro, su ministro de Hacienda, a quien envió con órdenes de apoderarse de las riquezas. En seguida se puso en viaje Heliodoro, con el pretexto de visitar las ciudades de Celesiria y Fenicia, pero en realidad para ejecutar el propósito del rey. Llegado a Jerusalén, fue recibido cordialmente por la ciudad y el sumo sacerdote, a quien dio luego cuenta de lo que le había sido comunicado y del motivo de su venida, preguntando si lo que se les había dicho se ajustaba a la realidad. El sumo sacerdote le hizo ver que se trataba de depósitos de viudas y huérfanos y de una cantidad que pertenecía a Hircano, hijo de Tobías, hombre de muy noble condición, contra lo que calumniosamente había denunciado el impío Simón; y que, en fin, la suma de todo el dinero era de cuatrocientos talentos de plata y doscientos de oro," siendo del todo imposible cometer tal injusticia contra los que habían confiado en la santidad del lugar y en la majestad del templo, honrado en toda la tierra. Pero Heliodoro, en virtud de las órdenes del rey, contestó que aquellos tesoros habían de ser necesariamente entregados al tesoro real. Señalado día, se preparó a entrar, dispuesto a apoderarse de tales riquezas, lo que produjo no pequeña conmoción en toda la ciudad. Los sacerdotes, vestidos de sus túnicas sagradas, se arrojaron ante el altar; clamaban al cielo, invocando al que había dado ley sobre los depósitos de que les fueran guardados intactos a quienes los depositaron." Nadie podía mirar el rostro del sumo sacerdote sin quedar traspasado, porque su aspecto y su color demudado mostraban la angustia de su alma. El temor que se reflejaba en aquel varón y el temblor de su cuerpo revelaban a quien le miraba la honda pena de su corazón. Los ciudadanos salían en tropel de sus casas para acudir a la pública rogativa en favor del lugar santo, que estaba a punto de ser profanado. Las mujeres, ceñidos los pechos de saco, llenaban las calles; y las doncellas, recogidas, concurrían unas a las puertas del templo, otras sobre los muros, algunas miraban furtivamente por las ventanas," y todos, tendidas las manos al cielo, oraban. Era para mover a compasión ver la confusa muchedumbre postrada en tierra y la ansiedad del sumo sacerdote, lleno de angustia. Todos invocaban al Dios omnipotente, pidiendo que los depósitos fuesen, con plena seguridad, conservados intactos a los depositantes. Heliodoro, por su parte, dispuesto a consumar su propósito, estaba ya acompañado de su escolta junto al gazofilacio, cuando el Señor de los espíritus y Rey de absoluto poder hizo de él gran muestra a cuantos se habían atrevido a entrar en el templo. Heridos a la vista del poder de Dios, quedaron impotentes y atemorizados. Se les apareció un jinete terrible. Montaba un caballo adornado de riquísimo caparazón, que, acometiendo impetuosamente a Heliodoro, le acoceó con las patas traseras. El que le montaba iba armado de armadura de oro. Aparecieron también dos jóvenes fuertes, llenos de majestad, magníficamente vestidos, los cuales, colocándose uno a cada lado de Heliodoro, le azotaban sin cesar, descargando sobre él fuertes golpes. Al instante, Heliodoro, caído en el suelo y envuelto en tenebrosa oscuridad, fue recogido y puesto en una litera. Y el que hacía poco, con mucho acompañamiento y con segura escolta, entraba en el gazofilacio, era ahora llevado, incapaz de auxiliarse a sí mismo, habiendo experimentado manifiestamente el poder de Dios;" y por la divina virtud yacía mudo, privado de toda esperanza de salud. Los judíos, por su parte, bendecían al Señor, que había defendido el honor de su casa. Y el templo, poco antes lleno de terror y de turbación, ahora rebosaba de alegría y regocijo gracias a la intervención del Señor omnipotente. Pronto acudieron algunos de los de Heliodoro, suplicando a Onías que invocase al Altísimo para que hiciese gracia de la vida al que se hallaba en el último extremo. Y temiendo el sumo sacerdote que el rey llegara a imaginarse que los judíos habían cometido algún crimen contra Heliodoro, ofreció un sacrificio por la salud de éste. Mientras el sumo sacerdote ofrecía el sacrificio de propiciación, los mismos jóvenes se aparecieron de nuevo a Heliodoro, con las mismas vestiduras de antes, y, acercándose a él, le dijeron: “Da muchas gracias a Onías, el sumo sacerdote, pues a él le debes que el Señor te haya dejado la vida. Tú, pues, castigado por Dios, confiesa ante todos su poder.” Dicho esto, desaparecieron.
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