Hechos 2, 21-36

Y todo el que invocare el nombre del Señor se salvará.” Varones israelitas, escuchad estas palabras: Jesús de Nazaret, varón probado por Dios entre vosotros con milagros, prodigios y señales que Dios hizo por El en medio de vosotros, como vosotros mismos sabéis, a éste, entregado según los designios de la presciencia de Dios, le alzasteis en la cruz y le disteis muerte por mano de los infieles. Pero Dios, rotas las ataduras de la muerte, le resucitó, por cuanto no era posible que fuera dominado por ella, pues David dice de El: “Traía yo al Señor siempre delante de mí, porque El está a mi derecha, para que no vacile. Por esto se regocijó mi corazón y exultó mi lengua, y hasta mi carne reposará en la esperanza. Porque no abandonarás en el Ades mi alma, ni permitirás que tu Santo experimente la corrupción. Me has dado a conocer los caminos de la vida, y me llenarás de alegría con tu presencia.” Hermanos, séame permitido deciros con franqueza del patriarca David, que murió y fue sepultado, y que su sepulcro se conserva entre nosotros hasta hoy. Pero, siendo profeta y sabiendo que le había Dios jurado solemnemente que un fruto de sus entrañas se sentaría sobre su trono, le vio de antemano y habló de la resurrección de Cristo, que no sería abandonado en el Ades, ni vería su carne la corrupción. A este Jesús le resucitó Dios, de lo cual todos nosotros somos testigos. Exaltado a la diestra de Dios y recibida del Padre la promesa del Espíritu Santo, lo derramó, según vosotros veis y oís. Porque no subió David a los cielos, antes dice: “Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi diestra Hasta que ponga a tus enemigos por escabel de tus pies.” Tenga, pues, por cierto toda la casa de Israel que Dios le ha hecho Señor y Cristo a este Jesús, a quien vosotros habéis crucificado.
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