INTRODUCCIÓN A LA

CARTA A LOS HEBREOS

    Después de las trece epístolas paulinas precedentes y antes de las siete cartas católicas, aparece entre los escritos canónicos del NT la carta a los Hebreos. La tradición más antigua atribuyó este escrito a San Pablo, pero sin unanimidad, ya que la Iglesia de Occidente no aceptó la paternidad paulina hasta el siglo IV. Aunque la de Oriente sí lo hizo, puso sin embargo ciertas reservas en lo que se refiere a su forma literaria (Clemente de Alejandría y Orígenes, entre otros). Y es que, en realidad, si nos atenemos al examen interno del texto, se notan en ella grandes diferencias con los demás escritos de San Pablo. Por ejemplo, su elegancia de lenguaje y estilo, junto con una forma muy particular de citar la Sagrada Escritura, además de la omisión del saludo y el preámbulo tan habituales en los escritos del Apóstol. La doctrina sí parece de San Pablo, pero la presenta con tal originalidad, que resulta difícil atribuirle directamente su paternidad literaria.

    Fuera de dudas la canonicidad de la carta, incluida desde Trento entre los demás libros del NT, queda por saber la fecha de su composición. Esta puede deducirse con bastante probabilidad de las referencias que hace el autor inspirado al Templo de Jerusalén y su culto, como una realidad viva en ese momento. Como, por otra parte, pone en guardia frente a la tentación que podría suponer la vuelta de aquellos cristianos al esplendor del antiguo culto levítico, la carta debió escribirse antes del año 70, fecha a partir de la cual desapareció el Templo y con él su culto. El hagiógrafo conoce, sin embargo, las cartas de la cautividad, que utiliza. De ahí que Hebreos haya de ser posterior al año 63, y casi con seguridad, muy próxima al 67 por las llamadas apremiantes a una fe perfecta y la alusión a la proximidad del día (Heb 10:25).

    Los destinatarios pueden conocerse por las referencias continuas que hace el autor al Antiguo Testamento, en el que se supone plenamente informados a sus lectores. Estos parecen proceder del judaísmo, e incluso tal vez fueran sacerdotes o levitas en otro tiempo. Al convertirse al cristianismo, tuvieron que abandonar Jerusalén, la ciudad santa, para ir a refugiarse en alguna ciudad costera, que bien pudo ser Cesarea o Antioquía. La situación de desterrados en que se encontraban les debía resultar especialmente costosa. Recuerdan ahora con nostalgia el esplendor del culto en el que habían participado tiempo atrás. Piensan que han podido ser engañados, y sufren tentaciones de abandono o rechazo de su nueva fe, aún poco formada.

    En esa situación, tienen necesidad apremiante de ayuda, y sobre todo de doctrina, de modo que robusteciendo su fe puedan hacer frente a todo tipo de tentaciones.

    La enseñanza fundamental que se aprecia en la carta se centra en demostrar la superioridad de la religión cristiana frente a la judía. En realidad se trata de poner en guardia a aquellos cristianos vacilantes contra el peligro de apostasía. Para ello, el autor inspirado presenta en tres pasos sucesivos su argumentación:

    1. Jesucristo es el Hijo de Dios encarnado, rey del universo, «resplandor de su gloria e impronta de su sustancia» (Heb 1:3) superior, por tanto, a los mismos ángeles (Heb 1:4-12).

    2. Cristo es también superior a Moisés, en la medida en que la dignidad del constructor supera a la casa misma (Heb 3:3).

    3. Además, Jesús, el Hijo de Dios, es el Sumo Sacerdote que penetró en los cielos (Heb 4:14): sacerdocio que le viene dado según el orden de Melquisedec, superior al de Aarón, del cual procedía el sacerdocio levítico.

    A esta cristología central de la carta siguen unas conclusiones soteriológicas, ya que la obra de Cristo tiende a salvar a todos los hombres de sus pecados, purificando sus conciencias de las obras muertas (Heb 8:12; Heb 9:14; Heb 10:18). Estas son en resumen:

    -Con Cristo, y por medio de su Redención, el pecado es destruido y también la muerte a la que el diablo nos tenía esclavizados (Heb 2:14-15).

    -Lo que hace meritoria la muerte de Cristo es su obediencia (Heb 5:8; Heb 10:9), de tal modo que por medio de ella realiza la redención de cuantos vivían bajo el poder del pecado (Heb 9:12, Heb 9:15).

    -Así como en las cartas de San Pablo se subraya el valor de la resurrección de Cristo como principio de su glorificación, en esta se pone de relieve su entrada en el santuario celeste (Heb 9:11-12), donde permanece sentado a la diestra de Dios Padre. Se contrapone así su sacrificio -de una sola vez y para siempre- al que ofrecían los sacerdotes de la antigua Ley al entrar cada año en el santuario terreno.

    -Por consiguiente, al acercarse el hombre a Cristo se acerca en realidad al mediador de la nueva Alianza, de quien procede la gracia. Esta gracia ha de ser conservada (Heb 12:28), porque es un don interior que causa la salvación del alma.

    Bajo el carisma de la inspiración, el autor de esta carta se pregunta cómo se origina este principio de vida en el hombre. Dice que es ante todo sobrenatural. Al estado de amistad con Dios, al que nos conduce la gracia, se accede por un acto de fe, ya que sin fe es imposible agradarle. Por esto quien se acerca a Dios «debe creer que existe y que es remunerador de los que le buscan» (Heb 11:6). Precisamente el Concilio de Trento utilizó este texto para definir que «la fe es el principio de la salvación humana, el fundamento y la raíz de toda justificación».

    Pero la fe teologal está muy relacionada a su vez con la esperanza. Por esto, la carta afirma que «la fe es un fundamento de las cosas que se esperan, y garantía de las realidades que no se ven» (Heb 11:1). Y esto porque la fe está garantizada por todas las promesas divinas que constan en la Sagrada Escritura. Así lo muestra el capítulo Heb 11:1-40 en ese desfile imponente de santos del AT, hombres de fe heroica que vivieron de esperanza. Todos sus sufrimientos, dificultades y obstáculos en esta tierra encontraron, gracias a su fe inquebrantable, la recompensa final en la resurrección que les había sido prometida.