INTRODUCCIÓN A LOS HECHOS

DE LOS APÓSTOLES

    La tradición eclesiástica más antigua afirma que este libro canónico del NT se ha de atribuir a Lucas, autor inspirado del tercer Evangelio. Así lo atestiguan San Ireneo, Tertuliano, Clemente de Alejandría, Orígenes, el Canon de Muratori, San Jerónimo y Eusebio de Cesarea, entre otros. La razón es que tanto el tercer Evangelio como los Hechos -su continuación- forman parte de una misma obra, como lo manifiestan el estilo, el vocabulario e incluso los mismos temas doctrinales. De otro lado, se ve por la segunda parte de los Hechos, en la que se describen los viajes de San Pablo, que la persona que lo escribe relata los acontecimientos en primera persona del plural, y desaparece cuando no es testigo ocular de lo que relata. Se sabe quiénes fueron los compañeros de viaje del Apóstol, y que solo Lucas pudo emplear el «nosotros» cuando él se encontraba presente.

    En cuanto a la fecha y lugar de composición del libro, es probable que fuera escrito en Roma, antes del incendio de julio del 64, a raíz del cual se desencadenó la persecución de Nerón contra los cristianos. Quizá sea esta la razón de una conclusión tan apresurada como se observa al final del libro.

    Bajo la inspiración divina, quiso Lucas, hombre culto, médico de profesión, meticuloso y ordenado, probar en los Hechos la verdad y firmeza de la doctrina predicada por los Apóstoles, gracias a la acción del Espíritu Santo que obraba por medio de ellos. Así lo había anunciado Jesús cuando les dijo que serían sus testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta los confines de la tierra (Hch 1:8).

    Y así fue, en efecto. La fe cristiana se irradió al mundo entero a partir del día de Pentecostés, en que unas tres mil personas se convierten y son bautizadas (Hch 2:41). Muchos de ellos eran judíos helenistas (Hch 6:1), que tras el martirio de Esteban fueron perseguidos y expulsados de Israel (Hch 8:3-4). Su mentalidad abierta a otras tierras y culturas les permitirá echar raíces, primero en Samaría y regiones limítrofes, y después en regiones mucho más lejanas. Así, por ejemplo, sabemos por la llegada de San Pablo a Damasco que ya había algunos en esta ciudad, entre ellos Ananías (Hch 9:10). Se sabe también que muchos de los perseguidos llegaron a Fenicia, Chipre y Antioquía (Hch 11:19), predicando por todas partes el Evangelio. En Antioquía es donde por primera vez recibieron los discípulos el nombre de cristianos (Hch 11:26). Desde ese momento se convertiría esa ciudad en un foco importante de irradiación de la fe cristiana, junto a Jerusalén. Los contactos entre ambas ciudades serán ya muy frecuentes (Hch 11:27), aunque Lucas deja constancia de la preeminencia de Jerusalén (Hch 15:2 ss).

    El paso definitivo de la expansión de la Iglesia se produce como consecuencia de la prisión de San Pablo en Roma, capital del Imperio. Mientras espera el veredicto de las autoridades, realiza un apostolado tan vibrante que llevará finalmente la fe cristiana hasta los confines de la tierra (Rom 1:5).

    Con este perfil narrativo se comprende mejor que los Hechos de los Apóstoles sean más que una historia detallada e íntegra de los orígenes del cristianismo, la prueba palpable y fidedigna de la extraordinaria fuerza sobrenatural con que el Espíritu Santo asistió desde el principio a la Iglesia.    

    -El Espíritu Santo-. El mismo Espíritu prometido por el profeta Joel (Hch 2:28-32) es el que en Pentecostés desciende sobre los Apóstoles y los llena de su gracia, estando entre ellos la Virgen María, madre de Jesús (Hch 2:3-4). En los Hechos se asegura que los Apóstoles vieron en el Espíritu Santo una persona distinta al Padre y al Hijo, aun participando de su misma naturaleza divina. De ahí que mentir al Espíritu Santo, como hicieron Ananías y Safira, sea mentir al mismo Dios (Hch 5:4). La misma predicación de los Apóstoles aparece como obra del Espíritu Santo, que es quien en realidad hablaba por boca de los discípulos (Hch 4:8; Hch 11:28). El Espíritu Santo es quién da instrucciones a Felipe (Hch 8:29, Hch 8:39) y a Pedro (Hch 10:19). Las grandes decisiones de la Iglesia, como por ejemplo las del concilio de Jerusalén, son tomadas por Él, junto con los Apóstoles, (Hch 15:28). La actividad apostólica se inicia por un mandato expreso suyo (Hch 13:2-4). Él mismo orienta y guía a los Apóstoles, o bien les detiene (Hch 16:6); nombra a los obispos (Hch 20:28) y obra los milagros (Hch 10:46; Hch 19:6). Por esto, aquellos que ignoran su existencia, aunque crean en el Padre y en el Hijo, no pueden considerarse en realidad verdaderos discípulos del Señor (Hch 19:2-6).

    -La Iglesia-. La vida de la gracia, vida nueva que trajo en Pentecostés el Espíritu Santo, formó y dio cohesión a la primera comunidad cristiana, es decir, a la Iglesia. Desde el principio quedó clara esta doctrina: solo en la Iglesia, cuerpo místico de Cristo, se puede encontrar la salvación, porque solo en ella se encuentran los medios necesarios para alcanzarla: los sacramentos y las gracias, junto con los dones del Espíritu Santo. Está abierta a todos, porque en ella tienen entrada no solo los judíos, herederos de las promesas, sino también los gentiles, en la medida en que unos y otros creen que Jesucristo es el Hijo de Dios, el Mesías prometido. Tan pronto como los Apóstoles admitieron en la Iglesia a los gentiles, dispensándoles de la circuncisión y de la ley mosaica -les bastaba con la fe en Jesucristo-, se produjo la ruptura explícita de la Iglesia con la Sinagoga. Quedaba patente desde entonces que la Iglesia era el nuevo Israel, el nuevo pueblo escogido (Hch 15:14), y no -como algunos pudieron pensar- una secta del judaísmo. Esta doctrina quedó confirmada en el concilio de Jerusalén (Hch 15:1 ss), donde se subraya, además, que la ley mosaica no obligaba ni siquiera a los cristianos procedentes del judaísmo, como lo había defendido el protomártir Esteban y, por orden del Espíritu Santo, lo habían predicado también Pedro y Pablo desde el comienzo.