INTRODUCCIÓN A LA PRIMERA CARTA

A LOS TESALONICENSES

    San Pablo había llegado por primera vez a Tesalónica -hoy Salónica- hacia el año 50, al comienzo de su segundo viaje apostólico (Hch 17:1-10). Era esta una de las ciudades más importantes de la provincia romana de Macedonia, fundada por Casandro el año 315 a.C. La extraordinaria actividad comercial de su puerto, su situación privilegiada en la vía Egnatia -calzada principal que unía a Roma con sus provincias orientales- y el hecho de ser lugar de tránsito entre Tracia y Acaya, había atraído a una numerosa población en busca de trabajo, en su mayoría griegos. Entre ellos había una importante colonia judía que, como de costumbre, tenía su propia sinagoga.

    Con su gran celo apostólico, San Pablo expone durante tres sábados en aquella sinagoga todo lo referente a Jesús, el verdadero Mesías, en quien se habían realizado las profecías del AT. De los judíos presentes, solo algunos aceptaron el Evangelio; sin embargo, fueron muchos los «prosélitos y griegos» que se hicieron cristianos, así como muchas mujeres de las principales familias (Hch 17:4).

    En seguida se desencadena contra el Apóstol una despiadada persecución que le obliga a huir de Tesalónica por la noche y a dejar inacabada la instrucción catequética de los recién convertidos. Ya en Atenas, preocupado por estos acontecimientos, envía a Timoteo, que regresa pronto con buenas noticias. Este informe lo recibe San Pablo en Corinto y, feliz por la firmeza de la fe que guardan los tesalonicenses y el enorme cariño que tienen hacia su persona -a pesar de las calumnias y difamaciones que hicieron circular sus detractores-, les escribe para consolarles y aclarar de paso algunos puntos doctrinales dudosos. Estos se resumen en dos: la suerte que correrán el día de la Parusía los fieles que ya murieron, y la situación provocada por los que rehuían el trabajo al pensar que la Parusía era inminente.

    Después de dar gracias a Dios por la fe y fortaleza de todos ellos, San Pablo defiende con energía el carácter sobrenatural de su misión. El Evangelio -contra lo que algunos afirmaban- no lo ha transmitido solo con palabras, sino también con mucho fruto y en el Espíritu Santo (1Ts 1:5); porque decían de él que era anunciador de falsedades, movido por la avaricia y la vanidad. Sin embargo, con su predicación no pretendió agradar a los hombres, sino a Dios que juzga los corazones (1Ts 2:4). La prueba es que mientras estuvo allí trabajó con sus propias manos para no serles gravoso (1Ts 2:9-10). Por eso insiste en la obligación de que vivan la caridad y, por justicia, atienda cada uno sus propios asuntos, dedicándose al trabajo y obedeciendo a quienes tienen autoridad.

    Por último, se detiene en el tema de la Parusía y en la suerte que aguarda a los ya difuntos cuando llegue ese día. No dudaban los tesalonicenses de la resurrección, pero querían saber qué sucedería con los fieles que habían muerto, al pensar que solo quienes vivan entonces ocuparán un lugar preeminente. San Pablo los tranquiliza asegurándoles que todos -vivos y difuntos- participarán en el cortejo triunfal del Señor, porque «nosotros, los que vivimos, los que quedemos hasta la venida del Señor, no nos adelantaremos a los que durmieron» (1Ts 4:15).