INTRODUCCIÓN A LAS

CARTAS A TIMOTEO Y TITO

    Con el título de pastorales se denomina desde el s. XVIII las tres cartas dirigidas por San Pablo a sus discípulos Timoteo (dos) y Tito (una), en su condición de pastores de las Iglesias de Éfeso y Creta, respectivamente. En ellas se contiene una serie de normas y consejos para el buen gobierno de aquellas jóvenes Iglesias, formadas por cristianos procedentes en su mayoría de la gentilidad, junto con algunos conversos del judaísmo.

    Hacia el año 66, y seguramente desde Macedonia, escribe el Apóstol la primera carta a Timoteo, junto con la de Tito. Preocupado como estaba por la situación que habían creado unos falsos doctores, muy peligrosa para la buena doctrina, quiso aliviar y descargar en parte con sus consejos la grave responsabilidad que recaía sobre ambos discípulos. Poco después, y cuando se encuentra preso en Roma, escribe la segunda a Timoteo. Presiente, sin duda, que su fin está próximo y le pide que se dé prisa en llegar, pues está solo y tiene necesidad apremiante de su ayuda. No es esta, por tanto, la primera cautividad de los años 61-63, porque de aquella salió libre y seguramente pudo realizar el proyectado viaje a España (cfr. Rom 15:24-28), pasando después a Oriente; todo ello en el año 65. Este nuevo y último cautiverio, desde el que escribe la segunda carta a Timoteo, puede fijarse poco antes de su martirio, que como se sabe tuvo lugar el año 67. Esta carta es, por tanto, el último de sus escritos, y ha sido considerada también como su testamento espiritual.

    Algunos pusieron en duda el contenido paulino de estas cartas -confirmado por la Tradición y el Magisterio de la Iglesia-, dadas las diferencias literarias que se aprecian en ellas, así como la doctrina que contienen, además de la organización eclesiástica tan avanzada que presentan si se la compara con la reflejada en otras cartas del Apóstol. Tampoco les parecía propio del estilo paulino las alusiones a la «sana doctrina» (1Ti 1:10; 2Ti 1:13), a la que Timoteo había de atenerse, o la recomendación de que guardara el «depósito», de la fe se entiende (1Ti 6:20; 2Ti 1:14).

    Estas objeciones desaparecen si se tiene en cuenta que las diferencias de estilo -más sencillo e incluso menos rico que en otras cartas- responden a la situación personal de San Pablo, ya anciano. A igual conclusión se llega también por un examen atento y detenido del texto. En cuanto a la doctrina que quieren ver como nueva -el Apóstol insiste particularmente en las buenas obras- también puede explicarse por el carácter práctico o pastoral de estas cartas. Si apela a la «sana doctrina» y al «depósito de la fe» es porque sabe que está ya próximo su fin y quiere poner en guardia a Timoteo y a Tito contra los innovadores de doctrinas erróneas y altamente peligrosas, por las que «algunos naufragaron en la fe» (1Ti 1:19). No figuran aún con claridad las doctrinas gnósticas que aparecerían después, ya en el siglo II, defendidas por algunos cristianos judaizantes, producto más bien del judaísmo helenizado y sincretista contra el que el Apóstol tuvo que luchar años atrás, como él mismo manifiesta en la carta a los Colosenses (Col 2:8).

    La doctrina de estas cartas es rica y abundante, aun cuando predominen en ella los aspectos prácticos o pastorales. Parece que al Apóstol le preocupaba dejar las cosas bien organizadas en el interior de aquellas comunidades de tan reciente formación. Uno de los puntos básicos de esa organización era precisamente el establecimiento de la Jerarquía. Antes que ver, por tanto, en estas cartas un gran desarrollo de la misma, más propio de una época posterior, se constata en ellas una organización todavía incipiente en la que, por ejemplo, los títulos de obispo y presbítero aún no estaban definidos, e incluso a veces aparecen como sinónimos (Tit 1:5-7), como sucedía anteriormente (Hch 20:17; Hch 20:28). No obstante la falta de distinción nominal, es clara la misión de la jerarquía, ya que Timoteo y Tito eran realmente obispos y ejercían esa función en el seno de la Iglesia; de ahí que confieran ellos mismos la ordenación de presbíteros (1Ti 5:19-22; Tit 1:5-7). Lo que al principio había dependido de los Apóstoles y era misión especialísima suya, poco a poco fue pasando a quienes ellos elegían como sucesores. A estos transmitían su misma misión por la ordenación y consagración episcopal.

    Junto a la organización eclesiástica, se ponen también de relieve en estas tres cartas puntos centrales del dogma cristiano: la fe y esperanza en Cristo, mediador entre Dios y los hombres; la Redención y la voluntad salvífica universal, ya que Dios quiere que todos los hombres se salven; la Iglesia como casa de Dios, columna y fundamento de la verdad: una, santa, universal, es decir católica, ya que todos están llamados a ella, sin acepción alguna por razón de lengua, raza o nación.

    De ahí, pues, el deber de orar por todos, vivos y difuntos; la necesidad del buen ejemplo para realizar un apostolado eficaz; los peligros de la vida activa si se abandona la vida interior, y el progreso en las virtudes. En todo ello se ve palpitar el eco de las enseñanzas y advertencias del Maestro a sus discípulos, las mismas en las que hoy insiste el Romano Pontífice, como supremo pastor de la Iglesia.