EL NUEVO TESTAMENTO

    El Nuevo Testamento representa la culminación de la revelación divina, la realización plena de las profecías mesiánicas. Dios, que en otros tiempos había hablado de modo fragmentario por medio de los profetas (Heb 1:1), se ha manifestado finalmente y nos ha hablado en la persona del Hijo, el Verbo de vida (1Jn 1:1).

    La palabra de Dios «muestra sus efectos de manera principal en los libros del Nuevo Testamento. Pues al llegar la plenitud de los tiempos (Gál 4:4), el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros lleno de gracia y de verdad (Jua 1:14). Cristo instauró el Reino de Dios en la tierra, manifestó a su Padre y a sí mismo y consumó su obra con la muerte, resurrección y gloriosa ascensión y con la misión del Espíritu Santo […]. Pero este misterio no fue descubierto a otras generaciones como se ha revelado ahora a sus Apóstoles y Profetas en el Espíritu Santo (Efe 3:4-6), para que predicaran el Evangelio, suscitaran la fe en Jesús, Cristo y Señor, y congregaran la Iglesia. De todas estas cosas, los escritos del Nuevo Testamento dan un testimonio perenne y divino» (Dei Verbum, 17).

    El misterio de nuestra salvación, anunciado desde antiguo por los profetas, tiene por tanto su centro en Jesucristo, el Mesías, el Hijo de Dios encarnado. El vino a esta tierra para salvar a Israel y a todos los hombres de la esclavitud del pecado, del demonio y de la muerte eterna. solo él podía hacerlo, porque solo él es el Salvador del mundo (Jua 4:42).

    Cualquiera, pues, que lea con fe el Nuevo Testamento, se sentirá impulsado a tratar más al Señor y a poner por obra su doctrina, la misma que, transmitida por los Apóstoles, es custodiada desde entonces y propuesta a los fieles por el Magisterio de la Iglesia. De este modo, y gracias a la lectura meditada de la palabra de Dios, el hombre podrá hallar de nuevo el camino de la paz y de la felicidad que tanto anhela.

    Antes de comenzar a leer el Nuevo Testamento conviene tener presente una verdad fundamental: que Dios es el autor principal de toda la Biblia. De ahí parte la fe de la Iglesia y lo que esta enseña acerca de la inspiración y canonicidad de los libros sagrados, es decir, sobre la veracidad e inerrancia de la S. Escritura y sobre su historicidad y autenticidad. A esto se ha de añadir, en el lector, la piedad y santidad de vida, para que pueda así recibir de modo adecuado las luces que el Espíritu Santo le concede y comprender con mayor hondura la palabra de Dios.

    Por todo ello nos ha parecido útil seleccionar unos textos del Concilio Vaticano II sobre la divina revelación. Su lectura, atenta y meditada, será una buena ayuda para captar desde la fe -vivida en y con la Iglesia- el mensaje revelado.

        1. Inspiración y veracidad de la S. Escritura

    «La Revelación que la Sagrada Escritura contiene y ofrece ha sido puesta por escrito bajo la inspiración del Espíritu Santo. La santa madre Iglesia, fiel a la fe de los Apóstoles, reconoce que todos los libros de Antiguo y Nuevo Testamento, con todas sus partes, son sagrados y canónicos, en cuanto que, escritos por inspiración del Espíritu Santo (cfr. Jua 20:31; 2Ti 3:16; 2Pe 1:19-21; 2Pe 3:15-16), tienen a Dios como autor, y como tales han sido confiados a la Iglesia. En la composición de los libros sagrados. Dios se valió de hombres elegidos, que usaban de todas sus facultades y talentos; de este modo, obrando Dios en ellos y por ellos, como verdaderos autores, pusieron por escrito todo y solo lo que Dios quería.

    Como todo lo que firman los hagiógrafos, o autores inspirados, lo afirma el Espíritu Santo, se sigue que los libros sagrados enseñan sólidamente, fielmente y sin error la verdad que Dios hizo consignar en dichos libros para salvación nuestra” (Dei Verbum, 11).

    2. Composición de los libros de NT

    «Los autores sagrados compusieron los cuatro Evangelios escogiendo datos de la tradición oral o escrita, reduciéndolos a síntesis, adaptándolos a la situación de las diversas Iglesias, conservando el estilo de proclamación: así nos transmitieron datos auténticos y genuinos acerca de Jesús. Sacándolo de su memoria o del testimonio de los que asistieron desde el principio y fueron ministros de la palabra, lo escribieron para que conozcamos la “verdad” de lo que nos enseñaban (cfr. Luc 1:2-4).»

    «El canon del Nuevo Testamento, además de los cuatro Evangelios, comprende las cartas de Pablo y otros escritos apostólicos inspirados por el Espíritu Santo. Estos libros, según el sabio plan de Dios, confirman la realidad de Cristo, van explicando su doctrina auténtica, proclaman la fuerza salvadora de la obra divina de Cristo, cuentan los comienzos y la difusión maravillosa de la Iglesia, predicen su consumación gloriosa […].» (Dei Verbum, 19 y 20).

    3. Interpretación auténtica de la palabra de Dios

        «El Oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios, oral o escrita, ha sido encomendado únicamente al Magisterio de la Iglesia, el cual lo ejercita en nombre de Jesucristo. Pero el Magisterio no está por encima de la palabra de Dios, sino a su servicio, para enseñar puramente lo transmitido, pues por mandato divino y con la asistencia del Espíritu Santo, lo escucha devotamente, lo custodia celosamente, lo explica fielmente; y de este único depósito de la fe saca lo que propone como revelado por Dios para ser creído […]»

    «La Escritura se ha de leer e interpretar con el mismo Espíritu con que fue escrita; por tanto, para descubrir el verdadero sentido del texto sagrado hay que tener en cuenta con no menor cuidado el contenido y la unidad de toda la Escritura, la Tradición viva de toda la Iglesia, la analogía de la fe. A los exegetas toca aplicar estas normas en su trabajo para ir penetrando y exponiendo el sentido de la Sagrada Escritura, de modo que con dicho estudio pueda madurar el juicio de la Iglesia. Todo lo dicho sobre la interpretación de la Escritura queda sometido al juicio definitivo de la Iglesia, que recibió de Dios el encargo y el oficio de conservar e interpretar la palabra de Dios» (Dei Verbum, 10 y 12).

    4. Lectura meditada de la Escritura

    «Todos los clérigos, especialmente los sacerdotes, diáconos y catequistas dedicados por oficio al ministerio de la palabra, han de leer y estudiar asiduamente la Escritura para no volverse “predicadores vacíos de la palabra, que no la escuchan por dentro” (S. Agustín); y han de comunicar a sus fieles, sobre todo en los actos litúrgicos, las riquezas de la palabra de Dios. El Santo Sínodo recomienda insistentemente a todos los fieles, especialmente a los religiosos, la lectura asidua de la Escritura para que adquieran la ciencia suprema de Jesucristo (Flp 3:8), “pues desconocer la Escritura es desconocer a Cristo” (S. Jerónimo). Acudan de buena gana al texto mismo: en la liturgia, tan llena del lenguaje de Dios; en la lectura espiritual, o bien en otras instituciones o con otros medios que para dicho fin se organizan hoy por todas partes con aprobación o por iniciativa de los Pastores de la Iglesia. Recuerden que a la lectura de la Sagrada Escritura debe acompañar la oración para que se realice el diálogo de Dios con el hombre, pues “a Dios hablamos, cuando oramos, a Dios escuchamos cuando leemos sus palabras” (S. Ambrosio)» (Dei Verbum, 25).

    

LOS CUATRO EVANGELIOS

    Evangelio quiere decir «buena nueva», noticia gozosa que anuncia un hecho de especial relieve: en este caso, el mensaje redentor que anuncia y realiza Jesucristo con su muerte en la Cruz. El libro que contiene este mensaje, con los dichos y hechos más relevantes de la vida del Señor, se llama Evangelio. Este Evangelio, único en sustancia, ha llegado hasta nosotros en cuatro redacciones en cierto modo complementarias.

    «Nadie ignora -dice el Concilio Vaticano II- que entre todas las Escrituras, incluso del Nuevo Testamento, los Evangelios ocupan, con razón, el lugar preeminente, puesto que son el testimonio principal de la vida y doctrina del Verbo encarnado, nuestro Salvador.

    La Iglesia siempre ha defendido y defiende que los cuatro Evangelios tienen origen apostólico. Pues lo que los Apóstoles predicaron por mandato de Cristo, luego, bajo la inspiración del Espíritu Santo, ellos y los varones apostólicos nos lo transmitieron por escrito, fundamento de la fe, es decir, el Evangelio en cuatro redacciones, según Mateo, Marcos, Lucas y Juan.

    La santa madre Iglesia, firme y constantemente, ha creído y cree que los cuatro referidos Evangelios, cuya historicidad afirma sin vacilar, comunican fielmente lo que Jesús, Hijo de Dios, viviendo entre los hombres, hizo y enseñó realmente para la salvación de ellos, hasta el día en que fue levantado al cielo (Hch 1:1-2). Los Apóstoles, ciertamente, después de la ascensión del Señor, predicaron a sus oyentes lo que él había dicho y obrado, con aquella crecida inteligencia de que ellos gozaban, amaestrados por los acontecimientos gloriosos de Cristo y por la luz del Espíritu de Verdad. Los autores sagrados escribieron los cuatro Evangelios escogiendo algunas cosas de las muchas que ya se transmitían de palabra o por escrito, sintetizando otras, o explicándolas atendiendo a la condición de las Iglesias, reteniendo por fin la forma de proclamación, de manera que siempre nos comunicaban la verdad sincera de Jesús. Escribieron, pues, sacándolo ya de su memoria o recuerdos, ya del testimonio de quienes “desde el principio fueron testigos oculares y ministros de la palabra”, para que conozcamos “la verdad” de las palabras que nos enseñan (Luc 1:2-4)» (Dei Verbum, 18 y 19).

    

INTRODUCCIÓN AL EVANGELIO

SEGÚN SAN MATEO

    La tradición de la Iglesia ha afirmado, desde comienzos del siglo II, que San Mateo es el autor inspirado del primer Evangelio. Así lo atestiguan, entre otros, Papías, San Ireneo y Orígenes.

    Mateo -a quien Marcos y Lucas llaman Leví- era hijo de Alfeo (Mar 2:14) y se dedicaba por profesión a la recaudación de impuestos. Parece que gozaba de buena posición económica (Mat 9:10) y de muchos amigos entre sus colegas (Luc 5:29). Según refiere él mismo con sencillez, fue llamado por Jesús cuando pasaba un día por su despacho de recaudador de tributos. Respondió con tal prontitud, que al instante «se levantó y le siguió» (Mat 9:9). Elegido después para ser uno de los Doce (Mat 10:1-4), mantuvo su fidelidad hasta el final, y fue testigo de la muerte y resurrección del Señor.

    Según consta por la tradición, Mateo escribió su Evangelio en arameo hacia el año 50, y lo dirigió principalmente a los cristianos procedentes del judaísmo. Esto explica las referencias tan frecuentes a la Ley, a los usos y costumbres judías, así como las amonestaciones a los fariseos y las durísimas advertencias a la sinagoga incrédula, que relata con detalle. La versión griega, que muy pronto comenzó a utilizarse, es considerada por la Iglesia como auténtica y sustancialmente idéntica al original arameo.

    Bajo la inspiración del Espíritu Santo, San Mateo se propuso demostrar que Jesús de Nazaret es el Mesías anunciado por los profetas, el Hijo de Dios verdadero (Mat 3:17; Mat 27:54). Para ello va mostrando con precisión y claridad, con un orden más sistemático que cronológico, los dos acontecimientos que considera centrales en su predicación: la llegada del Mesías y la inauguración de su Reino.

    Jesús realiza con su llegada las antiguas promesas mesiánicas, según lo habían anunciado los profetas del Antiguo Testamento. Él es -como queda patente en el Evangelio- descendiente directo de David (Mat 1:1-17), nacido de la Virgen (Mat 1:23), en Belén (Mat 2:6): el mismo que, perseguido por Herodes, es conducido por San José y la Virgen a Egipto (Mat 2:13-15), para regresar poco después a Nazaret (Mat 2:23).

    Una vez cumplido el tiempo, predica libremente el «Evangelio del Reino» (Mat 4:17), que se realiza en la Iglesia (Mat 16:18). El Israel de la carne es sustituido por un pueblo nuevo que rendirá sus frutos (Mat 21:43). Precisamente en torno a este Reino articula San Mateo los cinco grandes discursos del Señor, que tienen como tema central las Bienaventuranzas (Mat 5:1-12), la misión de los Doce (Mat 10:1-42), las parábolas (Mat 13:14-52), la promesa de la suprema potestad a Pedro (Mat 16:13-20) y la venida del Hijo del hombre (Mat 24:1-44).

    La Iglesia fundada sobre Pedro (Mat 16:18), de la que Jesucristo es la piedra angular rechazada por los constructores (Mat 21:42), aparece así por expresa voluntad de Dios como sucesora de la comunidad de la Antigua Alianza. Su finalidad es bien precisa: abrir las puertas de la salvación a todas las gentes (Mat 28:19).

    De este modo, lo que en la antigua Ley tenía carácter ritual, es sustituido en la Nueva Alianza por una realidad de contenido espiritual y moral mucho más profundo. Esto explica que nadie puede entrar en este Reino si antes no vende cuanto tiene y compra ese tesoro precioso, oculto, que es necesario descubrir (Mat 13:44). Lleva en sí mismo toda su fuerza y virtud, por lo que se hará tan grande que alcanzará con su influjo al mundo entero (Mat 13:32). Sin embargo, para que crezca y se desarrolle en nosotros es preciso que lo pidamos cada día con fe en la oración que el mismo Jesús nos enseñó: el Padrenuestro (Mat 6:9-13).

    De otra parte, Jesús nombra a Pedro administrador de los tesoros del reino de los cielos y le confiere en plenitud el primado de jurisdicción para toda la Iglesia (Mat 16:18-19). A él y a los demás discípulos les da el poder de bautizar en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, con la facultad de incorporar a quienes manifiesten su fe y se bauticen en el seno de la Iglesia (Mat 18:19). Por esta razón deben anunciar el Evangelio a todas las gentes, enseñándoles a vivir todo lo que Él ha mandado, con la firme esperanza de que estará con ellos hasta el fin del mundo (Mat 28:20).