¿No dejarás a otros el fruto de tu trabajo
y de tus fatigas, para que se lo repartan a suertes?
(Eclesiástico 14, 15) © Nueva Biblia de Jerusalén (Desclee, 1998)
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14. La Codicia, Hacer el Bien, la Sabiduría.
Codicia y envidia (14:1-10).
1 Dichoso el varón que no peca con su boca y no siente el remordimiento del pecado. 2 Dichoso aquel a quien no condena su corazón; no verá defraudada su esperanza. 3 El hombre tacaño, ¿para qué quiere la riqueza? y al avaro, ¿de qué le sirve el oro? 4 El que se impone privaciones amontona para otros, y con sus bienes otros se darán buena vida. 5 El que para sí mismo es malo, ¿para quién será bueno? Ni él disfruta de sus tesoros. 6 Nadie más necio que el que para sí mismo es tacaño, y lleva ya en eso su castigo. 7 Si hace algún bien, es sin darse cuenta, y al fin viene a descubrir su maldad. 8 Es malo quien mira con envidia, el que vuelve su rostro y mira con desdén. 9 El ojo del codicioso no se sacia con su parte, y mientras busca lo del prójimo pierde lo suyo. 10 El ojo envidioso mira con envidia el pan que otro come, y a su propia mesa siempre hay alborotos.
El autor comienza proclamando bienaventurado al que evita pecados de lengua, refiriéndose, sin duda, a los pecados contra la caridad, que considera como tipo de todos los demás. Quien no peca con la lengua - escribe Santiago - es varón perfecto, capaz de gobernar con el freno todo su cuerpo. La lengua - afirma poco después - contamina todo el cuerpo, e, inflamada por el infierno, inflama a su vez toda nuestra vida.1
Hay quienes poseen riquezas, pero no disfrutan de ellas. Por acumular más y más se someten a toda clase de privaciones, sin gozar de las alegrías y satisfacciones honestas y legítimas que las riquezas les podrían proporcionar. Y quienes para consigo mismos son tan duros que se niegan a veces incluso lo necesario, es claro que no van a ser liberales con los demás, proporcionando a éstos el gozo de que ellos se privan. Sócrates decía que no se puede pedir ni al muerto que hable ni al avaro un beneficio 2. El avaro nunca hace bien sino cuando muere. Si alguna vez lo hace antes, será inadvertidamente, de mala gana u obligado, de modo que no tendrá ante Dios ni el mérito del bien que hizo. Después, sí, otros disfrutarán de los bienes que su codicia acumuló, y, como no les costó nada adquirirlos, fácilmente los malgastarán, dándose la buena vida de que el avaro se privó. Cohelet llama vanidad esta actitud, recomendando repetidas veces el justo goce de los bienes de la tierra 3. Ben Sirac llama necia tal actitud y afirma que lleva en sí misma su castigo (v.6). En efecto, la adquisición de las riquezas le supone duras fatigas; su conservación, temor y angustia de perderlas un día; su aumento, muchas veces injusticias y pecados, porque el avaro no repara en los medios para hacer rendir más y más sus negocios. Y si un día un azar desafortunado las arranca de sus manos, su angustia puede llevarle a la desesperación. Negándose a sí mismo - comenta Spicq - lo que niega a otros, él es, puede decirse, su propio enemigo; faltando a ese amor natural de sí mismo de que los animales, aun los más feroces, podrían darle ejemplo. Es un monstruo4·.
Tampoco goza de felicidad, menos aún que el avaro, el envidioso de las riquezas ajenas (v.8), el cual tampoco se ve jamás harto y ahoga en su corazón los más nobles sentimientos. Guando ve que el pobre va a reclamar su misericordia, vuelve sus ojos para no verse obligado a socorrerlo; y, si no puede evitar su presencia, no tiene inconveniente en desdeñarlo, insensible totalmente a su necesidad. Vive continuamente atormentado por la sed insaciable que le hace desear y buscar lo de los demás, lo que le lleva a veces a injusticias y temeridades que le hacen perder lo suyo propio. La envidia, como la avaricia, se manifiesta especialmente en la mesa: mientras los demás comen y beben alegremente, el avaro sufre al ver lo que otros le consumen. Por eso él es frugal y tacaño en la suya, actitud que, naturalmente, promueve discusiones entre quienes con él han de sentarse a ella. Este vicio - comenta Sacy - ciega totalmente el corazón y los ojos de aquellos que domina, de modo tal que ellos no se aperciben de ello y dan el nombre o de prudencia o de cualquier otra virtud a esta pasión que los hace enemigos de Dios, de los hombres y de ellos mismos.5
Hacer el bien a tiempo (14:11-20).
11 Hijo mío, según tus facultades, hazte bien a ti mismo y ofrece al Señor ofrendas dignas. 12 Acuérdate de que en el hades ya no hay goce, de que la muerte no tarda y no sabes cuándo vendrá. 13 Antes de tu muerte haz bien a tu prójimo y según tus posibles ábrele tu mano y dale. 14 No te prives del bien del día y no dejes pasar la parte de goce que te toca. 15 Mira que tienes que dejar lo tuyo para otros, y tu hacienda se la distribuirán tus herederos. 16 Da y torna y satisface tus deseos, 17 que en el hades no hay que buscar placer. 18 Como vestido se envejece toda carne, i porque ésta es la ley desde el principio, que has de morir. 19 Como las hojas verdes de un árbol frondoso, que unas caen y otras brotan, así es la generación de la carne y de la sangre: unos mueren y otros nacen, 20 Toda obra humana se carcome, al fin se acaba, y tras ella va el que la hizo.
La segunda parte de la perícopa enseña, frente a la actitud del avaro para con las riquezas, el recto uso que de las mismas debe hacer el discípulo de la sabiduría. No fue creado el hombre para las riquezas, como practica el avaro, sino las riquezas, como las demás cosas, para el hombre, el cual debe utilizarlas en los siguientes fines. Ante todo debe manifestar a Dios, autor de todo bien, su agradecimiento por los bienes recibidos mediante ofrendas materiales, que han de ir informadas de sentimientos de piedad y devoción para que le sean gratos; con ello se hace merecedor a las bendiciones de Dios. Como Cohelet y como él, sin espíritu materialista o hedo-nista, enseñan que el hombre puede utilizar las riquezas para su propio bien, siempre, claro, dentro del temor de Dios. Son un don suyo. Dada la oscuridad del autor respecto de la vida de ultratumba, es lógica su insistencia en recomendar al hombre el aprovecharse y gozar de los bienes de esta vida, ignorando el bien superior que la renuncia al gozo de los mismos puede proporcionar. El ser humano sabio debe, además, en oposición a la conducta tacaña del avaro, hacer el bien a los demás con sus riquezas en la medida de sus posibilidades; no se trata ya solamente de la limosna al pobre, sino de la liberalidad para con los demás, a quienes debes hacer partícipes de tus bienes mediante la limosna en primer lugar, y también mediante la hospitalidad y demás maneras de hacer el bien.
Y todo ello mientras vives y eres dueño de tus bienes para poder emplearlos conforme a tu voluntad. A la hora de la muerte, tú descenderás al seol, donde ya no podrás gozar de tus bienes (v.1a). El autor del Eclesiástico mantiene las ideas tradicionales sobre el seol. Es la morada de los muertos6, de los justos y de los pecadores 7. La salida de él es excepcional 8, lugar de reposo 9 en que los difuntos llevan una vida semiinconsciente; no hay, en efecto, ni luz 10, ni alegría n, ni se alaba a Dios 12. Con la muerte, tus bienes pasarán a otros, que, como los obtuvieron sin trabajo alguno, los dilapidarán en poco tiempo. Hubiera sido mejor que los hubieses empleado durante tu vida en provecho propio y en beneficio de los demás, lo que redundaría en tu mérito. El autor se sitúa en una posición media entre la actitud del avaro, que para acumular riquezas se abstiene de disfrutar de las mismas, y los consejos de mortificación evangélica. Entre ambas posturas está el gozo legítimo de las riquezas cuando se utilizan en provecho propio humano; si se emplean en servir a Dios (v.11) y en el bien de los demás (v.1s), su uso es además meritorio.
Y la muerte ciertamente que vendrá. Con dos comparaciones ilustra el autor el hecho de que el hombre tiene que morir, conforme fue decretado apenas cometió el pecado original: la del vestido, que se hace viejo y desaparece, y la del árbol, que ve caer sus hojas y renacer otras nuevas, símbolo de la humanidad, que ve morir unos hombres y venir otros a la vida. Como la hierba, que nace por la mañana y ve brotar sus flores, deleita los ojos de quienes la contemplan, y, marchitándose, poco a poco pierde su hermosura y se convierte en heno, que será destruido, así toda clase de hombre brota en los niños, florece en los jóvenes, alcanza su vigor en los varones de edad perfecta, y de repente, cuando menos se espera, muere. 13 Y, como antes hizo notar, la muerte viene pronto, y tal vez cuando menos se piensa 14. Doble consideración que ha de inducir al hombre a disfrutar, sin ulteriores dilaciones, de los bienes de esta vida 15.
Sección 4. (14:21-16:23).
Elogio de la Sabiduría.
Hay que buscarla con diligencia (14:21-27).
21-22 Dichoso el hombre que medita la sabiduría y atiende a la inteligencia; 23 que estudia en su corazón sus caminos e investiga sus secretos· Sal en pos de ella, como siguiéndole los pasos, y ponte al acecho en sus caminos. 24 Mira por sus ventanas y escucha a sus puertas. 25 Vigila cerca de su casa y en sus muros fija las cuerdas de su tienda; planta su tabernáculo junto a ella y habita en su buena morada; 26 pone sus hijuelos entre su follaje y mora bajo sus ramas. 27 Se protege allí, a su sombra, del calor y descansa en sus habitaciones.
Después de exponer cómo el avaro no es feliz con sus riquezas al no saber aprovecharse de ellas y de indicar que éstas pueden dar cierta felicidad si se emplean en los fines indicados, el autor del Eclesiástico enseña en esta sección que hay algo que hace al hombre mucho más feliz que ellas: la posesión de la sabiduría, que consiste en el cumplimiento de la ley de Dios, que ha creado al hombre.
Una vez más proclama dichoso al que hace objeto de su estudio y profunda meditación la sabiduría, es decir, las santas Escrituras, donde se encierra la forma del bien vivir, y lleva a la práctica sus dictámenes. Sigue una insistente exhortación a su búsqueda a través de una serie de metáforas, con las que el autor intenta expresar la diligencia con la que ha de buscarse la sabiduría, la atención que ha de poner en escuchar sus enseñanzas, la amistad inseparable y convivencia con ella, la disposición a escuchar en todo momento su voz y obrar en consecuencia con ella. De este modo percibirán, él y también sus hijos, como frutos del árbol de la sabiduría, el gozo y prosperidad d e que va a hablar en el capítulo siguiente.
1 3:2.6. - 2 Citado por A Lapide, o.c., 32Cr_14:7 ti p.412. -2Cr_3 2:14; 2Cr_3:12-13.22; 2Cr_5:17-19; 2Cr_8:15; 2Cr_9:7-9. - 4 O.c., a.14:3-7 P-369. - 5 Citado en Spicq, o.c., 32Cr_14:8-10 p.369. - 7 21:10-11; 41:7. - 8 48:5. - 9 22:90; 30:17; 38:23; 46:19. - 10 22:9a. - 11 14:17. - 12 17:23. - 13 San Jerónimo, Epist, 139 ad Cyprianwn. - 14 Job_14:5. - 15 Gomo antítesis al v.20, la Vulgata añade el 21: Pero todas las obras escogidas serán aprobadas y el que las ha hecho sera honrado en ellas. Las obras santas, fruto del amor a Dios, persistirán, y quien las hizo obtendrá gloria en la otra vida.