II Crónicas  6, 12-20

Salomón se puso en pie ante el altar de Yahvé, frente a toda la asamblea de Israel, y extendió las manos. Salomón había fabricado un estrado de bronce de cinco codos de largo, cinco de ancho y tres de alto, que había colocado en medio del atrio. Se puso sobre él, se arrodilló frente a toda la asamblea de Israel* y, extendiendo sus manos hacia el cielo, dijo: «Yahvé, Dios de Israel, no hay Dios como tú ni en el cielo ni en la tierra. Tú eres quien guardas la alianza y la fidelidad a tus siervos que caminan ante ti de todo corazón; tú quien has mantenido a mi padre David la promesa que le hiciste y quien has cumplido en este día con tu mano lo que con tu boca habías prometido. Ahora, pues, Yahvé, Dios de Israel, mantén a tu siervo David, mi padre, la promesa que le hiciste al decirle: ‘Nunca te faltará uno de los tuyos en mi presencia que se siente en el trono de Israel, siempre que tus hijos esmeren su conducta, caminando según mi Ley y procediendo ante mí como tú has procedido.’ Y ahora, Dios de Israel, cúmplase la palabra que dijiste a tu siervo David. ¿Habitará Dios con los hombres en la tierra? Los cielos y los cielos de los cielos no pueden contenerte, ¡cuánto menos este templo que yo te he construido! Inclínate a la plegaria y a la súplica de tu siervo, Yahvé, Dios mío. Escucha el clamor y la plegaria que tu siervo entona en tu presencia. ¡Que día y noche tus ojos estén abiertos hacia este templo, hacia este lugar del que dijiste que allí estaría tu Nombre. Escucha la súplica de tu siervo que entona en dirección a este lugar!
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