Hechos 8, 5-40

Felipe bajó a una ciudad de Samaría* y se puso a predicarles a Cristo*. La gente escuchaba con atención y con un mismo espíritu lo que decía Felipe, porque ellos oían y veían los signos que realizaba. Y es que de muchos posesos salían los espíritus inmundos dando grandes voces, y muchos paralíticos y cojos quedaron curados. Hubo una gran alegría en aquella ciudad. Sin embargo, ya de tiempo atrás había en la ciudad un hombre llamado Simón, que practicaba la magia y tenía atónito al pueblo de Samaría. Decía de sí mismo que era alguien importante. Todos, desde el menor hasta el mayor, le prestaban atención y comentaban: «Éste es la Potencia de Dios llamada la Grande*.» Le prestaban atención porque les había tenido atónitos por mucho tiempo con sus artes de magia. Pero cuando creyeron a Felipe, que anunciaba la Buena Nueva del Reino de Dios y el nombre de Jesucristo, empezaron a bautizarse hombres y mujeres. Incluso el mismo Simón creyó, hasta el punto que, una vez bautizado, no se apartaba de Felipe, pues estaba atónito al ver los signos y grandes milagros que se realizaban. Al enterarse los apóstoles que estaban en Jerusalén de que Samaría había aceptado la palabra de Dios, les enviaron a Pedro y a Juan. Éstos bajaron y oraron por ellos para que recibieran el Espíritu Santo, pues todavía no había descendido sobre ninguno de ellos; únicamente habían sido bautizados en el nombre del Señor Jesús. Entonces les imponían las manos y recibían el Espíritu Santo. Al ver Simón que mediante la imposición de las manos de los apóstoles se transmitía el Espíritu, les ofreció dinero y les dijo: «Dadme a mí también ese poder: que reciba el Espíritu Santo aquel a quien yo imponga las manos.» Pedro le contestó: «Que tu dinero te sirva de perdición, por haber pensado que el don de Dios* se compra con dinero. En este asunto no tienes tú parte ni herencia, pues no piensas rectamente en lo tocante a Dios. Arrepiéntete, pues, de esa maldad y ruega al Señor, a ver si se te perdonan esos pensamientos; porque veo que estás amargado, como la hiel, y encadenado por la maldad*.» Simón respondió: «Rogad vosotros al Señor por mí, para que no me sobrevenga ninguna de esas cosas que habéis dicho*.» Ellos dieron testimonio, predicaron la palabra del Señor y evangelizaron muchos poblados samaritanos. Después regresaron a Jerusalén. Un ángel* del Señor habló así a Felipe: «Ponte en marcha hacia el sur*, por el camino que baja de Jerusalén a Gaza atravesando la estepa.» Felipe se avió y partió. Por el camino vio a un etíope* eunuco, alto funcionario de Candace, reina de los etíopes, que estaba a cargo de todos sus tesoros y que había venido a adorar en Jerusalén. En aquel momento regresaba sentado en su carro, leyendo al profeta Isaías. El Espíritu dijo a Felipe: «Acércate y ponte junto a ese carro.» Felipe corrió hasta él y le oyó leer al profeta Isaías. Le preguntó: «¿Entiendes lo que vas leyendo?» Él respondió: «¿Cómo lo puedo entender si nadie me guía en la lectura?» El etíope rogó a Felipe que subiese y se sentase con él. El pasaje de la Escritura que iba leyendo era éste*: «Fue llevado como una oveja al matadero; y como cordero, mudo delante del que lo trasquila, así él no abre la boca. En su humillación le fue negada la justicia; ¿quién podrá contar su descendencia? Porque su vida fue arrancada de la tierra.» El eunuco preguntó a Felipe: «Te ruego que me digas de quién dice esto el profeta: ¿de sí mismo o de otro?» Felipe entonces tomó la palabra y, partiendo de este texto de la Escritura, se puso a anunciarle la Buena Nueva de Jesús. Siguiendo el camino, llegaron a un sitio donde había agua. El eunuco dijo: «Aquí hay agua; ¿qué impide que yo sea bautizado*[[]] Dicho esto, mandó detener el carro. Bajaron ambos al agua, Felipe y el eunuco. Felipe lo bautizó, y, al subir del agua, el Espíritu del Señor lo arrebató*, de modo que ya no volvió a verle el eunuco, que siguió gozoso su camino. Felipe, que se encontró de pronto en Azoto, recorrió evangelizando todas las ciudades hasta llegar a Cesarea.
Ver contexto