Hechos 16, 16-40


Presos y liberados

Una vez que nos dirigíamos a la oración nos salió al encuentro una muchacha que tenía poderes de adivina y daba muchas ganancias a sus patrones adivinando la suerte. Caminando detrás de Pablo y de nosotros gritaba:
– Estos hombres son siervos del Dios Altísimo y nos predican el camino de la salvación. Esto lo hizo muchos días, hasta que Pablo, cansado, se volvió y dijo al espíritu:
– En nombre de Jesucristo te ordeno que salgas de ella.
Inmediatamente salió de ella. Viendo sus dueños que se les había escapado la esperanza de negocio, tomaron a Pablo y Silas, los arrastraron hasta la plaza, ante las autoridades, y, presentándolos a los magistrados, dijeron:
– Estos hombres están perturbando nuestra ciudad; son judíos y predican unas costumbres que nosotros, romanos, no podemos aceptar ni practicar. La gente se reunió contra ellos y los magistrados ordenaron que los desnudaran y los azotaran. Después de una buena paliza, los metieron en la cárcel y ordenaron al carcelero que los vigilara con mucho cuidado. Recibido el encargo, los metió en el último calabozo y les sujetó los pies al cepo. A media noche Pablo y Silas recitaban un himno a Dios, mientras los demás presos escuchaban. De repente sobrevino un terremoto que sacudió los cimientos de la prisión. En ese instante se abrieron todas las puertas y se les soltaron las cadenas a los prisioneros. El carcelero se despertó, y al ver las puertas abiertas, empuñó la espada para matarse, creyendo que se habían escapado los presos. Pero Pablo le gritó muy fuerte:
–¡No te hagas daño, que estamos todos aquí! El carcelero pidió una antorcha, temblando corrió adentro y se echó a los pies de Pablo y Silas. Los sacó afuera y les dijo:
– Señores, ¿qué tengo que hacer para salvarme? Ellos le contestaron:
– Cree en el Señor Jesús y te salvarás, tú con tu familia. Enseguida le anunciaron a él y a toda la familia el mensaje del Señor. Todavía de noche se los llevó, les lavó las heridas y se bautizó con toda su familia. Después los llevó a su casa, les ofreció una comida y festejó con toda la casa el haber creído en Dios. Cuando se hizo de día, los magistrados enviaron a los inspectores para que soltaran a aquellos hombres. El carcelero informó del asunto a Pablo:
– Los magistrados han mandado que los deje en libertad; por tanto, váyanse en paz. Pablo replicó:
– De modo que a nosotros, ciudadanos romanos, nos han azotado en público y sin juicio, nos han metido en la cárcel, ¿y ahora nos echan a ocultas? De ningún modo. Que vengan ellos y nos hagan salir. Los inspectores lo comunicaron a los magistrados, los cuales se asustaron al oír que eran ciudadanos romanos. Acudieron, se excusaron, los hicieron salir y les rogaron que se marcharan de la ciudad. Al salir de la cárcel se dirigieron a casa de Lidia, saludaron, animaron a los hermanos y se marcharon.
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