Salmos 49, 1-20

Escuchen esto, todos los pueblos,
escúchenlo, habitantes del orbe; tanto los humildes como los poderosos,
lo mismo el rico que el pobre: Mi boca hablará sabiamente
y mi corazón susurrará con sensatez; prestaré mi oído al proverbio
expondré mi enigma con la cítara. ¿Por qué voy a temer los días aciagos,
cuando me cerque la maldad de los tramposos, que confían en su fortuna
y alardean de sus inmensas riquezas? ¡Ay, nadie puede librarse
ni pagar a Dios su rescate!, es tan caro el precio de la vida,
que jamás podrán pagarlo. ¿Podrá vivir eternamente
sin tener que ver el sepulcro? Mira, los sabios mueren
lo mismo que perecen ignorantes y estúpidos,
y legan sus riquezas a extraños. El sepulcro es su morada perpetua,
su habitación por generaciones,
aunque hayan dado su nombre a países. El hombre apenas pasa una noche en la riqueza:
se parece a los animales que enmudecen. Éste es el camino de los arrogantes,
el final de los jactanciosos: como ovejas, son recogidos en el Abismo,
la Muerte los pastorea,
bajan derecho a la tumba,
su figura se desvanece
y el Abismo es su mansión. Pero Dios rescatará mi vida,
me arrancará de las garras del Abismo. No temas si alguien se enriquece
y aumenta el lujo de su casa, cuando muera no se llevará nada,
su lujo no bajará con él. En vida se felicitaba:
¡Te aplauden porque te va bien!, se reunirá con sus antepasados
que jamás ven la luz. El hombre rico no comprende:
se parece a los animales que enmudecen.
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