II Samuel  14, 1-33

Cuando Joab, hijo de Seruyá, comprendió que el corazón del rey estaba de parte de Absalón, mandó que fueran a Técoa y trajeran de allí una mujer inteligente. Le dijo: «Haz duelo, ponte ropas de luto, no te perfumes y compórtate como una mujer que hace duelo por un muerto hace muchos días. Ve a ver al rey, y dile estas palabras». Joab puso las palabras en su boca. La mujer de Técoa fue a ver al rey. Cayó rostro a tierra y, postrándose, exclamó: «Socórreme, majestad». El rey le preguntó: «¿Qué te pasa?». Ella respondió: «Soy una viuda, mi marido ha muerto. Tu sierva tenía dos hijos. Los dos riñeron en el campo, sin que nadie pudiera mediar entre ambos. Uno de ellos golpeó al otro y lo mató. Y ahora toda la familia se ha levantado contra tu sierva y dicen: “Entréganos al que ha matado a su hermano, para matarlo, como pago de la vida del hermano, al que ha asesinado. Y exterminaremos también al heredero”. Quieren extinguir el rescoldo que me queda, de modo que mi marido no tendrá ni nombre ni posteridad sobre la faz de la tierra». El rey dijo a la mujer: «Vete a casa, que yo daré órdenes acerca de ti». La mujer de Técoa prosiguió: «Mi señor, el rey, que la culpa caiga sobre mí y sobre la casa de mi padre. El rey y su trono son inocentes». El rey dijo: «Trae a mi presencia al que hable contra ti y no volverá a tocarte». Ella respondió: «Jure el rey por el Señor, tu Dios, que el vengador de la sangre no aumentará el desastre y no exterminará a mi hijo». Él dijo: «Vive el Señor, que no ha de caer a tierra ni un cabello de tu hijo». La mujer continuó: «Permite que tu sierva hable de nuevo al rey, mi señor». Respondió: «Habla». Ella dijo: «¿Por qué has tomado tal decisión contra el pueblo de Dios? Por el mismo hecho de haber pronunciado esta sentencia, el rey se ha hecho culpable, pues no deja volver al desterrado. En verdad, morimos sin remedio, como agua derramada en tierra, que no se puede recoger. Dios no quita la vida, sino que hace planes para que no haya exiliados lejos de él. Y ahora, si he venido a decir estas palabras al rey, mi señor, es porque tengo miedo al pueblo. Tu sierva se dijo: “Voy a hablar al rey. Quizás cumpla lo que le diga su sierva. Si el rey me escucha, librará a su sierva de la mano del hombre que pretende borrarme a mí y a mi hijo de la heredad de Dios”. Tu sierva continuó diciéndose: “La palabra del rey, mi señor, contribuirá al apaciguamiento, porque el rey, mi señor, es como un ángel de Dios, que escucha el bien y el mal. El Señor, tu Dios, esté contigo”». El rey tomó la palabra y dijo a la mujer: «No me ocultes nada de lo que voy a preguntarte». Respondió: «Hable, el rey, mi señor». Le preguntó: «¿No está la mano de Joab detrás de todo esto?». Ella respondió: «Por tu vida, oh rey, mi señor, nada de cuanto ha dicho el rey, mi señor, se desvía ni a izquierda ni a derecha. Tu siervo Joab me ha dado instrucciones y él ha puesto todas estas palabras en boca de tu sierva. Tu siervo Joab ha hecho tal para cambiar el cariz del asunto. Pero mi señor es sabio, con una sabiduría como la de un ángel de Dios, para darse cuenta de todo cuanto sucede en la tierra». El rey dijo a Joab: «Voy a hacer esto: ve a traer al joven Absalón». Joab cayó rostro en tierra, se postró y bendijo al rey, diciendo: «Ahora sé que tu siervo ha encontrado gracia a los ojos del rey, mi señor, pues el rey ha accedido a la propuesta de su siervo». Joab se levantó, marchó a Guesur y trajo a Absalón a Jerusalén. El rey ordenó: «Que regrese a su casa, pero no vea mi rostro». Absalón regresó a su casa, pero no vio el rostro del rey. No había en todo Israel hombre tan hermoso como Absalón, digno de tan grandes elogios. De la punta del pie a la coronilla no había en él defecto alguno. Cuando se rapaba la cabeza —y lo hacía al final de cada año, pues le pesaba demasiado—, el peso del cabello de su cabeza era de más de dos kilos en la balanza del rey. Le nacieron a Absalón tres hijos y una hija, llamada Tamar, mujer muy guapa. Absalón vivió dos años en Jerusalén, sin ver el rostro del rey. Entonces mandó llamar a Joab para enviarlo al rey, pero él no quiso venir. Lo mandó llamar por segunda vez, pero tampoco quiso venir. Así que ordenó a sus servidores: «Mirad la parcela de Joab, junto a la mía, donde tiene su cebada. Id y prendedle fuego». Y los servidores de Absalón prendieron fuego a la parcela. Joab se decidió a ir a la casa de Absalón y le preguntó: «¿Por qué han incendiado tus servidores la parcela que me pertenece?». Absalón respondió: «Te mandé llamar para decirte: Ven. Quiero enviarte al rey con este mensaje: “¿Para qué he venido de Guesur? Mejor estaba allí”. Quiero ver el rostro del rey, y si soy culpable, que me haga morir». Joab fue a ver al rey y se lo comunicó. Después el rey llamó a Absalón, que vino a su presencia y se postró ante él rostro a tierra. Y el rey lo abrazó.
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