Hechos 22, 1-30

«Hermanos israelitas y padres: Escuchad la defensa que hago ahora ante vosotros». Al oír que les hablaba en lengua hebrea, guardaron mayor silencio. Y continuó: «Yo soy judío, nacido en Tarso de Cilicia, pero educado en esta ciudad; me formé a los pies de Gamaliel en la exacta observancia de la ley de nuestros padres; he servido a Dios con tanto celo como vosotros mostráis hoy. Yo perseguí a muerte este Camino, encadenando y metiendo en la cárcel a hombres y mujeres, como pueden atestiguar en favor mío el sumo sacerdote y todo el consejo de los ancianos. Ellos me dieron cartas para los hermanos de Damasco, y me puse en camino con el propósito de traerme encadenados a Jerusalén a los que encontrase allí, para que los castigaran. Pero yendo de camino, cerca ya de Damasco, hacia mediodía, de repente una gran luz del cielo me envolvió con su resplandor; caí por tierra y oí una voz que me decía: “Saúl, Saúl, ¿por qué me persigues?”. Yo pregunté: “¿Quién eres, Señor?”. Y me dijo: “Yo soy Jesús el Nazareno a quien tú persigues”. Mis compañeros vieron el resplandor, pero no oyeron la voz que me hablaba. Yo pregunté: “¿Qué debo hacer, Señor?”. El Señor me respondió: “Levántate, continúa el camino hasta Damasco, y allí te dirán todo lo que está determinado que hagas”. Como yo no veía, cegado por el resplandor de aquella luz, mis compañeros me llevaron de la mano a Damasco. Un cierto Ananías, hombre piadoso según la ley, recomendado por el testimonio de todos los judíos residentes en la ciudad, vino a verme, se puso a mi lado y me dijo: “Saúl, hermano, recobra la vista”. Inmediatamente recobré la vista y lo vi. Él me dijo: “El Dios de nuestros padres te ha elegido para que conozcas su voluntad, veas al Justo y escuches la voz de sus labios, porque vas a ser su testigo ante todos los hombres de lo que has visto y oído. Ahora, ¿qué te detiene? Levántate, recibe el bautismo y lava tus pecados invocando su nombre”. Regresé a Jerusalén y, mientras oraba en el templo, caí en éxtasis y lo vi que me decía: “Date prisa y sal inmediatamente de Jerusalén, pues no recibirán tu testimonio acerca de mí”. Yo respondí: “Señor, ellos saben que yo andaba por la sinagogas encarcelando y azotando a los que creían en ti; y cuando se derramaba la sangre de tu testigo Esteban, yo también me encontraba presente, aprobándolo y guardando los vestidos de los que lo mataban”. Pero él me dijo: “Ponte en camino, porque yo te voy a enviar lejos, a los gentiles”». Lo estuvieron escuchando hasta estas palabras y entonces alzaron sus voces diciendo: «Quita de la tierra a ese, pues no merece vivir». Y como ellos siguiesen gritando, agitando sus vestidos y echando polvo al aire, el tribuno ordenó que lo llevasen dentro del cuartel y dijo que lo sometieran a los azotes para averiguar por qué motivo gritaban así contra él. Mientras lo estiraban con las correas, preguntó Pablo al centurión que estaba presente: «¿Os está permitido azotar a un ciudadano romano sin previa sentencia?». Al oírlo, el centurión fue a avisar al tribuno: «Mira bien lo que vas a hacer, pues ese hombre es ciudadano romano». Acudió el tribuno y le pregunto: «Dime, ¿tú eres romano?». Él respondió: «Sí». El tribuno añadió: «Yo adquirí esta ciudadanía por una gran suma». Pablo contestó: «Pues yo nací con ella». Los que iban a atormentarlo para hacerlo hablar se retiraron enseguida, y el tribuno tuvo miedo al darse cuenta de que lo había encadenado siendo ciudadano romano. ° Al día siguiente, queriendo conocer con certeza los motivos por los que lo acusaban los judíos, mandó desatarlo, ordenó que se reunieran los sumos sacerdotes y el Sanedrín en pleno y, bajando a Pablo, lo presentó ante ellos.
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