Sabiduría 18, 1-25

Para tus fieles, en cambio, brillaba una espléndida luz. | Los egipcios, que oían su voz pero sin distinguir su figura, | los felicitaban por no haber padecido como ellos. Les daban las gracias porque no se vengaban de los agravios recibidos | y les pedían perdón por su conducta hostil. En lugar de esto les diste una columna de fuego, | como guía para un viaje desconocido, | y como sol inofensivo para su gloriosa marcha. Bien merecían verse privados de luz y prisioneros de las tinieblas | aquellos que habían encerrado en la prisión a tus hijos, | que iban a transmitir al mundo la luz incorruptible de la ley. Por haber decretado matar a los niños de tus fieles | —uno solo de los niños, abandonado, se salvó—, | en castigo, les arrebataste una multitud de hijos, | y los hiciste perecer a todos juntos en las aguas impetuosas. Aquella noche les fue preanunciada a nuestros antepasados, | para que, sabiendo con certeza en qué promesas creían, | tuvieran buen ánimo. Tu pueblo esperaba la salvación de los justos | y la perdición de los enemigos, pues con lo que castigaste a los adversarios, | nos glorificaste a nosotros, llamándonos a ti. Los piadosos hijos de los justos ofrecían sacrificios en secreto | y establecieron unánimes esta ley divina: | que los fieles compartirían los mismos bienes y peligros, | después de haber cantado las alabanzas de los antepasados. Hacían eco los gritos destemplados de los enemigos, | y se extendía el lamento de quienes lloraban a sus hijos. Idéntico castigo sufrían el esclavo y el amo, | y el plebeyo padecía lo mismo que el rey. Todos por igual tenían innumerables cadáveres, | víctimas de un mismo género de muerte; | los vivos no daban abasto para enterrarlos, | porque en un instante había perecido lo mejor de su raza. Aunque la magia los había hecho desconfiar de todo, | ante la muerte de los primogénitos reconocieron que este pueblo era hijo de Dios. Cuando un silencio apacible lo envolvía todo | y la noche llegaba a la mitad de su carrera, tu palabra omnipotente se lanzó desde el cielo, desde el trono real, | cual guerrero implacable, sobre una tierra condenada al exterminio; | empuñaba la espada afilada de tu decreto irrevocable, se detuvo y todo lo llenó de muerte, | mientras tocaba el cielo, pisoteaba la tierra. De repente los sobresaltaron horribles pesadillas, | los asaltaron terrores inesperados. Tendidos y medio muertos, cada uno por su lado, | manifestaban la causa de su muerte; pues sus sueños turbulentos los habían prevenido, | para que no pereciesen sin conocer el motivo de su desgracia. También a los justos alcanzó la prueba de la muerte | y una multitud de ellos pereció en el desierto. | Pero aquella ira no duró mucho, porque pronto un hombre intachable salió en su defensa, | manejando las armas de su ministerio: | la oración y el incienso expiatorio. | Hizo frente a la ira y puso fin a la catástrofe, | demostrando ser tu servidor. Venció la indignación no a fuerza de músculos, | ni esgrimiendo la espada, | sino que con la palabra sometió a quien los castigaba, | recordando los juramentos y alianzas | que hizo con los antepasados. Cuando ya los muertos yacían amontonados, | se puso en medio, detuvo el avance de la ira | y le cerró el paso hacia los que todavía vivían. Pues en su vestido talar estaba el universo entero, | los nombres gloriosos de los patriarcas en cuatro hileras de piedras preciosas, | y tu majestad en la diadema de su cabeza. Ante esto, el exterminador retrocedió atemorizado, | pues era suficiente una sola demostración de tu ira.
Ver contexto