GÁLATAS
Pablo en Galacia. Según los Hechos de los Apóstoles Pablo estuvo o atravesó «la región gálata» (más o menos lo que hoy abarca la moderna Turquía) en tres ocasiones: 13,13-14,27; 16,1-5; y 18,23. En la parte meridional parece que fundó algunas Iglesias en las que predominaban los paganos convertidos, pues los judíos de la zona rechazaron su predicación.
Ocasión de la carta. En las comunidades de Galacia se presentaron unos judaizantes predicando que los cristianos, para salvarse, tenían que circuncidarse y observar ciertas prescripciones de la Ley de Moisés. Correlativamente intentaban desacreditar a Pablo, cuestionaban su condición de apóstol y su doctrina. Semejantes enseñanzas provocaron una grave crisis en aquellas Iglesias jóvenes en las que no pocos se dejaban convencer por las razones de los advenedizos. Es posible que entre los convertidos hubiese algunos judíos y prosélitos del judaísmo. Las discordias en el seno de la comunidad no tardaron en llegar.
Al recibir las noticias en Éfeso, Pablo se alarma y se indigna, porque aquello va frontalmente contra la esencia de su mensaje y su misión. Los judaizantes no sólo pretendían que los judeo-cristianos siguieran observando la Ley, sino que también los paganos convertidos la adaptasen como requisito de salvación. En otras palabras, los cristianos tenían que pasar por el judaísmo para incorporarse al cristianismo. Sin tardanza, el Apóstol les escribe una carta enérgica (hacia el año 57), con la dureza y ternura de quien ama y sufre: «¡insensatos!» (3,1); «¡hijos míos!» (4,19); «¡hermanos!» (1,11; 3,15; 4,12.28.31; 5,11.13; 6,1.18).
Todos iguales ante Dios. La carta es un alegato vibrante en pro de la libertad cristiana. En las cartas a los Tesalonicenses, el problema era la «parusía» o la venida definitiva del Señor. En la Primera a los Corintios (¿anterior a Gálatas?), los problemas eran de conducta ética y de unidad. Ahora, Pablo se enfrenta por primera vez con el dilema: Ley o fe, Ley o Espíritu. A la Ley no se opone el libertinaje, sino el Espíritu; al instinto de la carne no lo vence la Ley, sino el Espíritu; la Ley esclaviza, la fe emancipa y hace libres. Para obtener al principio el don de la justicia -salvación- no valen las obras -cumplimiento de la Ley-, sólo vale la fe en Jesucristo. Pero una vez obtenida la justicia y con ella la condición de hijos e hijas de Dios, el cristiano debe ordenar su conducta para alcanzar la salvación plena. Las buenas obras no son requisitos para entrar en el camino de la salvación, sino efecto del dinamismo del Espíritu.
La carta es al mismo tiempo una defensa apasionada de la misión que Pablo recibió del mismo Jesucristo y no de hombre alguno. No estaba en juego su prestigio personal, sino la veracidad del Evangelio de libertad en Cristo que él anunciaba. El Apóstol se defiende y defiende a la vez su Evangelio, recurriendo a datos y anécdotas autobiográficos: formación, conversión-vocación, visita a los jefes de Jerusalén, enfrentamiento hasta con el mismo Pedro, ofreciendo una síntesis de su pensamiento sobre la salvación del hombre por la fe y no por las obras. Empeñarse en conseguir la salvación por méritos propios es hacer inútil e inválida la muerte de Cristo.
Actualidad de la carta. La sensibilidad y el rechazo generalizado contra toda discriminación, ya sea por motivos raciales, políticos, económicos o religiosos, quizás sea uno de los logros de la sociedad de nuestros días. En esta lucha por la igualdad, las palabras de Pablo, «ya no se distinguen judío y griego, esclavo y libre, hombre y mujer, porque todos ustedes son uno con Cristo Jesús» (3,28), deben resonar en nuestros oídos con la misma apasionada urgencia con la que el Apóstol las dirigió a los cristianos de Galacia. Sus palabras y la convicción de fe de la que brotaron, la muerte y resurrección de Cristo, ha puesto a todos los hombres y mujeres en pie de igualdad. Iguales en el pecado que esclaviza, pero iguales también ante el ofrecimiento gratuito de la salvación que nos trae la libertad.
Gálatas 3,1-14La Ley y la fe. En contraste con esta experiencia de vida en Cristo, la actitud de los gálatas no tiene explicación para Pablo. Por dos veces los llama insensatos. ¿No habrán sido víctimas de las artes de brujería -es el término que usa- de los «falsos hermanos»? A través de una serie de preguntas apela a su experiencia cristiana y a que comparen su vida anterior con la de ahora. ¿Hay algo más convincente que la experiencia? Con un incisivo y retórico «quiero que me expliquen» (2) los desafía a confesar si fue la observancia de la Ley, que por cierto ellos todavía no conocían, o por el contrario, la fe en el evangelio que él les predicó, lo que produjo la efusión de los dones del Espíritu. La respuesta es obvia.
La poderosa obra del Espíritu en las comunidades que el Apóstol fundó es el fruto constante de su evangelización (cfr. 1Ts_1:5; 2Co_12:12). Eso está a la vista de los gálatas, quines han experimentado este poder en los grandes acontecimientos y milagros de los que han sido testigos. Con la lógica implacable del rabino que lleva dentro, Pablo quiere hacerles ver lo bajo que han caído o están a punto de caer si aceptan ahora la Ley como condición de salvación: del dominio del Espíritu, han caído en el dominio de la carne (3), en alusión desdeñosa a la marca de la circuncisión, símbolo del sometimiento a la Ley. Como de costumbre, el Apóstol usa un fuerte contraste de palabras para causar más impacto.
¿Habrá sido todo en vano? Pablo no acaba de creérselo, por eso dice que es «imposible que haya sido en vano» (4), como esperando que el Espíritu, que sigue presente en las comunidades, los haga reaccionar. De la experiencia, pasa ahora el Apóstol al argumento de las Escrituras, colocando los textos que cita en el horizonte de la fe y dándoles así un nuevo significado. El Apóstol no está forzando los textos para beneficio de sus argumentos, sino que contempla su profunda significación, solo ahora desvelada en la muerte y resurrección de Jesús.
Es desde esta perspectiva desde la que ve a Abrahán convertido en amigo y servidor de Dios gracias al acto de fe por el cual se fió y puso su destino en las manos de su creador: «creyó en Dios y esto le fue tenido en cuenta para su justificación» (6). Es como si el Patriarca hubiera dado una respuesta anticipada al anuncio del Evangelio. Este acto pionero de fe, prosigue Pablo, es el que constituyó a Abrahán en padre de todos los creyentes. Quien repita esta actitud del Patriarca entronca con él, es descendiente suyo, aunque sea de otra raza y de otro pueblo, pues en él «todas las naciones serán benditas» (8), judíos y paganos. La circuncisión y la Ley vinieron después (cfr. Rom_4:11) y estaban orientadas, como sello y confirmación, a esta respuesta de fe de Abrahán y sus descendientes.
Dicho esto, el Apóstol se enfrenta ahora con la Ley (10-13). A causa del pecado del pueblo judío, esta Ley quedó pervertida cuando, en vez de llevarles a depender de Dios para su salvación, les hizo creer que se salvaban por sus propios méritos adquiridos por la observancia de la Ley y garantizados por la circuncisión. Así cayeron en la «maldición», en oposición a la «bendición» prometida en Abrahán. En la mente de Pablo parecen resonar las palabras de Habacuc, su texto favorito. El profeta maldice al hombre hinchado por la arrogancia y la fanfarronería que le producen sus propios éxitos, en cambio «el inocente, por fiarse, vivirá» (Hab_2:4).
Pablo llega a decir que la dinámica de esta maldición de la Ley es lo que llevó a Jesucristo a la muerte y «nos rescató de la maldición de la Ley sometiéndose él mismo a la maldición por nosotros» (13). Y fue en esta muerte donde se reveló el misterio de salvación. Cristo, cargando con esta maldición, nos libera de ella y aplica y extiende a todos la «bendición» prometida a Abrahán, la cual se hace ahora en el don del Espíritu. Como siempre, Pablo tiene en la mente «no sólo» a la Ley judía, sino a todo producto del orgullo humano que lleve al hombre a constituirse en señor de sí mismo y artífice de su propio destino frente a su creador. Este «orgullo» que tantas violencias e injusticias ha causado en la torturada historia humana es a lo que el Apóstol llama la «maldición de la Ley».