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II Reyes 21,1-18Manasés de Judá. Si el pecado y la perdición del reino del norte, así como el consecuente castigo, tienen como responsable a Jeroboán (cfr. 17,21-23), el pecado, la perdición y el futuro castigo del pueblo de Judá tienen su origen en Manasés. Pese a ser el hijo y sucesor del inigualable Ezequías (cfr. 18,3-8), Manasés se encarga de restablecer todo lo que su padre había abolido: los cultos locales, la idolatría, las costumbres paganas y la contaminación del culto con estatuas y altares en el mismísimo Templo de Jerusalén; hace lo que nuestra mentalidad popular atribuiría a un «anticristo». Pero sus pecados no se quedan sólo en lo cultual o religioso, el deuteronomista denuncia también sus continuos crímenes y los frecuentes derramamientos de sangre inocente «hasta inundar a Jerusalén» (24,4), una exageración del narrador para resaltar su sensibilidad por la justicia social, especialmente por la vida. Hay un dato muy importante que vale la pena tener en cuenta: el deuteronomista, al tiempo que denuncia las acciones negativas del rey y lo responsabiliza de los males que sobrevendrán al pueblo, da a entender que el pueblo le sigue con agrado (8s); esto le sirve al narrador para recordar que el pueblo ha sido pecador y rebelde desde que salió de Egipto (15). De nuevo, a propósito del comportamiento de Manasés, cobra fuerza la profecía que ya Isaías había pronunciado delante de Ezequías: Judá y Jerusalén no tendrán buen fin (10-15).